MDN
El Combate del 2 de Mayo: cuando España perdió los papeles - 1
Juan Luis Orrego

Un Estado en crisis, la riqueza del guano e intereses de grupos económicos desencadenaron hace 150 años un combate que ha pasado a la Historia como una gesta colectiva, nacional y continental por evitar que la antigua metrópoli recupere sus dominios en el Pacífico sur. ¿Cuánto de verdad hay en esta afirmación? ¿Fue realmente el Combate del 2 de Mayo de 1866 una “segunda independencia”, que consolidó lo que la América andina había logrado en la Pampa de la Quinua en diciembre de 1824?
    En efecto, entre 1864 y 1866, se desató un conflicto con España, entonces gobernada por Isabel II, una reina poco iluminada —como todos los monarcas que ocuparon el Palacio Real de Madrid en el siglo XIX—. Un confuso incidente en la hacienda Talambo, al sur de Lima, el afán de notoriedad de ciertos personajes y, especialmente, los intereses de un grupo influyente de poseedores de papeles de la deuda con España precipitaron un escenario bélico, insostenible para cualquiera de sus protagonistas, especialmente para el moribundo Imperio español, situado a miles de kilómetros 
de distancia.

—Trama de intereses—
Todo se remontaba a la Independencia, cuando la población tuvo que apoyar, ya sea por convicción o por coacción, a uno u otro bando, con dinero, joyas y diversos bienes ‘secuestrados’ o incautados. Eso generó una deuda: los generales realistas o patriotas firmaban papeles con la promesa de honrar aquella colaboración al conseguir la victoria. Cuando cayeron los realistas, en la Capitulación de Ayacucho, los patriotas reconocieron una deuda con España, que incluía las contribuciones de los que defendieron la fidelidad a Fernando VII.
    Pero el nuevo Estado republicano nació sin fondos, en medio de una debacle que se acentuó por los 20 años que siguieron a la Independencia: violencia social, guerra civil y caudillismo militar. En ese caos no podía cubrir ninguna deuda. Y no solo con España, sino también con Chile, Argentina y Colombia, que tenían cuentas pendientes por el envío de las tropas de San Martín y Bolívar.
    En 1835, un peruano exiliado en España, Manuel Martínez del Campo y Cortázar, presentó, ante un juez de primera instancia de Lima, un expediente solicitando la devolución de sus propiedades secuestradas por los patriotas en las guerras de Independencia. No tuvo éxito. 
    Con el advenimiento de Ramón Castilla, y con el período de aparente paz política y estabilidad económica que se avizoraba debido a la venta del guano, los poseedores de los títulos de la deuda de la Independencia vieron la oportunidad de empezar a cobrar. Pero la famosa Ley de Consolidación de la Deuda Interna, dada por Castilla en 1847, solo consideró los préstamos otorgados a los patriotas. Continuaba la frustración para el otro bando. Un sector de la opinión pública aplaudió la decisión de Castilla: reconocer la deuda con los realistas era asumir que aquella guerra fue injusta. Ya afloraban los argumentos nacionalistas.
    El camino para estos acreedores era presionar para que España firme un tratado con el Perú, algo doblemente complicado pues el gobierno de Madrid aún no reconocía oficialmente nuestra independencia, y todo por la deuda impaga. Uno de los personajes que más batalló por ese acuerdo fue José Joaquín de Osma quien, en 1853, viajó como plenipotenciario del Perú ante la corte de Isabel II e intentó negociar un tratado de paz y amistad con el ministro Ángel Calderón de la Barca. No tuvo éxito.
    Ante ese panorama, un grupo de acreedores formó la Sociedad General de Crédito Mobiliario Español, que reunió títulos de la deuda peruana. Había que aprovechar la bonanza del Estado peruano por la exportación del guano y presionar. Entre 1856 y 1864, De Osma presidió su consejo administrador, utilizando su enorme influencia en la corte de Madrid (su esposa era aristócrata y una de las acreedoras de esta deuda). El historiador español Jerónimo Bécker (La independencia de América, su reconocimiento por España, 1922) añade el caso de Merino Ballesteros, quien también tenía reclamaciones contra el Perú. Sus hermanos dirigían un periódico, Eco hispano-americano, que se editaba en París, en el que redactaban artículos incendiarios para que nuestro país reconociera 
la deuda. 
 
—La crisis española— 
Si algo requería la España decimonónica era dinero, no reconquistar territorios de ultramar, tarea imposible dado el nuevo escenario americano, de repúblicas en vías de consolidación y de hegemonía británica, por más que la invasión francesa en México hiciera reverdecer sueños imperiales y monárquicos. 
    Ante la crisis, y aprovechando los términos de la capitulación de Ayacucho, el Perú podía ser una fuente de dinero para la caótica situación peninsular. El testimonio de José Ferrer del Conto, presidente del Consejo de Ministros español, quien pedía reconocer la independencia del Perú para cobrar la deuda es elocuente: “La mayor riqueza de esa nación, sin contar la de sus ruinas, que hoy se halla casi abandonada por falta de laboreo, consiste en la gran riqueza del guano, depositado en Londres y París, se hace por toda la Europa un tráfico intensamente lucrativo” (Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid, Leg. 210). Como vemos, un posible embargo al guano en Europa era una medida de presión.  
    Crisis monetaria, contracción del comercio, paralización de la industria algodonera (por la guerra civil norteamericana) y aumento de impuestos eran solo algunos elementos de la explosiva situación. Pero una guerra en el Pacífico sur era una aventura suicida por su altísimo costo. Nicolás Sánchez Albornoz, historiador español, reconoce que la guerra de su país con el Perú y Chile fue “hecha en un período deflacionista” y que por su “elevado costo de mantenimiento” solo llegó a aumentar el gasto público. Raymond Carr, historiador británico, es aun más radical: “La guerra con Chile y Perú fue estúpida por sí misma y en especial enajenó a acreedores de Londres y París con intereses en las repúblicas del Pacífico”. En otras palabras: ninguna de las dos potencias europeas se iba a sacrificar para que el Perú honrara cualquier deuda con España en detrimento de ellas.  
 
—Los hechos se precipitan—
Un aislado incidente en la hacienda Talambo, en la costa norte peruana, donde murió un trabajador español, fue la excusa perfecta para desatar un escándalo diplomático-militar. La escuadra española tomó en 1864 las islas de Chincha, principal yacimiento de guano, y se inició la presión. El general Juan Antonio Pezet, presidente de entonces, cedió y firmó el Tratado Vivanco-Pareja, que reconocía la deuda, se comprometía a cubrir los gastos de la flota invasora y aceptó recibir a un comisario regio, como en los tiempos del Virreinato. Triunfo de los acreedores.
    Pero la opinión pública peruana mostró su indignación, pues esto vulneraba la soberanía del país. En Arequipa se desató la revolución “nacionalista” del entonces coronel Mariano I. Prado, quien hizo caer el gobierno de Pezet, formó la Cuádruple Alianza con Chile, Bolivia y Ecuador, y le declaró la guerra a España. Si entre los vecinos había diferencias comerciales o limítrofes, estas debían dejarse de lado ante un objetivo superior: el espíritu americanista. Uruguay y Argentina se abstuvieron de integrar la alianza, mientras Brasil se declaró neutral. 
    Los dos episodios más dramáticos del conflicto fueron desencadenados por la escuadra española, ambos en 1866: los bombardeos de Valparaíso (31 de marzo) y del Callao (2 de mayo). El primero significó la destrucción del principal puerto chileno; y el segundo, un combate en el que ambos bandos se adjudicaron la victoria. En el caso peruano, fue el éxito político de Mariano I. Prado, la aparición de José Gálvez como héroe nacional y una gesta popular, pues militares y civiles se unieron en la defensa del Callao.  
    Las noticias de estos acontecimientos provocaron encendidas polémicas en España. Según el cronista Antonio Bermejo (La estafeta de Palacio, 1872), los periódicos fueron propicios para que algunos personajes por “créditos que se hallaban en manos de algunos capitalistas que eran el alma del negocio y los primeros iniciadores de la guerra” desembocaran sus iras contra el Perú. En realidad, como reconoce Jerónimo Bécker, había un profundo desconocimiento de la situación y de los verdaderos intereses en este conflicto. La prensa madrileña, la oficial y la de oposición, como La Iberia, de los progresistas, y La Discusión, de los demócratas, publicaban furiosos artículos contra las repúblicas del Pacífico sur. 
    La guerra distrajo por algunas semanas a los españoles del permanente caos político en el que vivían: los bombardeos a Valparaíso y al Callao capturaron la atención del pueblo. Ese triunfalismo se desvaneció el 22 junio, cuando se sublevó el cuartel de artillería de San Gil, en Madrid, contra Isabel II y el gobierno de Leopoldo O’Donnell, protegido de la reina. La monarquía se tambaleaba. 
    Tras un armisticio convenido en 1871, la paz llegó con la firma del Tratado de París en 1879, que estableció el “olvido del pasado”, la amistad permanente y el nombramiento de diplomáticos. Por fin, España reconocía al Perú como república independiente. Perdieron los acreedores. Ganó la soberanía de la joven república.

Ataque y defensa: minuto a minuto por Jorge Paredes Laos

No solo los cañones y las balas fueron de gran utilidad aquel frío y neblinoso miércoles de 1866. Ese 2 de mayo un novísimo invento permitió por primera vez en la historia narrar un combate minuto a minuto. Gracias al telégrafo, El Comercio imprimió ese día varias ediciones que hoy 150 años después nos permiten revivir estos acontecimientos. Con gran prontitud, y bajo el título de “Crónica interior”, se publicó el mismo 2 de mayo de 1866 la sucesión de hechos que reporteros y telegrafistas enviaban desde el Callao para mantener informada a la población de Lima.
    “Los españoles no se mueven. Uno de los cañones que se colocaron cerca de la estación está completamente listo. Nada notable ocurre hasta estos momentos”, dice el primero de estos mensajes que llegó a la redacción a las ocho de la mañana. Dos horas después volvieron a sonar las alarmas: “Los buques españoles se han puesto en movimiento y se cree que es para atacar”, y siete minutos después: “Los buques españoles han avanzado hacia las baterías. Estas principian a despejar para dejar expeditas a las gentes útiles”. Y de ahí el telégrafo no paró de enviar información. A las 11:13 se lee: “S. E. visita las baterías. El gran cañón está expedito. Los aguardamos con impaciencia”. A las 11:25: “Los buques españoles de combate continúan avanzando con la proa al norte, pero lentamente”. A las 11:37: “La Vencedora hace proa al este”. Así otros telegramas más a las 11:50, 11:59 y 12:01. Entonces, se lee: “Los enemigos forman su línea de batería, después de poner su rumbo al norte han puesto tiros al puerto”. El combate había comenzado.
    Durante cuatro horas, cientos de militares y civiles defendieron el Callao, de los “piratas” y “sicarios”, como eran llamados entonces los españoles, al mando del brigadier Casto Méndez Núñez.

 
* * *
Lo que se produjo el 2 de mayo fue en realidad el desenlace de un conflicto que llevaba ya varios años. Como explica el historiador Jorge Ortiz Sotelo, desde la Independencia y Ayacucho —en 1824— el Perú no había suscrito un tratado de paz con su antigua metrópoli y técnicamente ambas naciones seguían siendo beligerantes. La situación se agravó desde 1862 cuando una fuerza naval española ingresó al Pacífico sur para conducir una misión científica. Dos años después fueron tomadas las islas de Chincha y la guerra era inminente. A finales de abril de 1866 la armada española enrumbó hacia el Callao, dispuesta a bombardear el puerto. Eran 17 naves: la fragata blindada Numancia, en ese momento una de las más poderosas del mundo; y las fragatas Blanca, Resolución, Berenguela, Villa de Madrid y Almansa, y la corbeta Vencedora, además de siete buques auxiliares y tres transportes.
    En el Callao, mientras tanto, se vivía un clima de expectación. Como explica el director del Museo Naval del Perú, contralmirante (r) Francisco Yábar Acuña, las defensas del puerto habían sido modernizadas bajo la supervisión de Ernest Malinowski, el mismo ingeniero polaco que trazó nuestras líneas ferroviarias. Ese 2 de mayo, el Callao fue defendido en tres zonas: “Al norte estaba el fuerte Ayacucho, con dos cañones Blakely de 500 libras; la batería Pichincha con seis piezas de 32 libras; la Torre de Junín con dos Armstrong de 300 libras y la batería Independencia con seis cañones de 32 libras. En el centro se encontraba el llamado Cañón del Pueblo, los vapores Sachaca y Tumbes, donde estaba el comandante de la escuadra, Lizardo Montero; el blindado Loa y el monitor Victoria, estos dos últimos construidos en el Callao para honra de la industria naval peruana. Y al sur, se hallaba la Torre de la Merced, con dos Armstrong de 300 libras, la batería Santa Rosa con dos Blakely de 500 libras, y las baterías Maipú, Chacabuco, Provisional y Abtao”, explica Yábar. 
Algunos hechos anecdóticos grafican el clima que se vivía en el puerto. Como apunta Ortiz Sotelo, el Cañón del Pueblo fue montado en apuradas 48 horas por más de 3.000 hombres, muchos de ellos voluntarios. Y Yábar destaca que las torres blindadas de Junín y La Merced habían sido compradas para ser instaladas en la fragata Apurímac, pero por el afán de defender el puerto fueron puestas en tierra. 


* * *
Según el historiador y marino Michel Laguerre, el Combate del 2 de Mayo y la guerra con Chile son los dos hechos bélicos de mayor trascendencia de nuestra historia, ocurridos cuando el Perú apenas surgía como nación. “De ahí nacieron los personajes y símbolos que ayudaron a cohesionar la sociedad peruana”, dice. “En el caso específico del 2 de Mayo, el Perú festejó el triunfo —así como el resto de países sudamericanos— con un júbilo libertario propio de las épocas de la Independencia. Los protagonistas de estas jornadas fueron aclamados y reconocidos por el pueblo y, parafraseando a Jorge Basadre, podemos decir que este combate fue el símbolo de la unión peruana”, añade Laguerre. Ese día participaron no solo miembros de la Marina y el Ejército, sino también abogados, bomberos, alumnos de colegios, extranjeros, artesanos y cientos de voluntarios dispuestos en las baterías, fuertes y torreones, que iban desde La Punta hasta la desembocadura del río Rímac.
    Un telegrama de las 15:30 decía: “La Numancia y dos fragatas sostienen en este momento el fuego. Los restantes han salido afuera con averías. Nuestras baterías se mantienen con energía”. Y a las 15:45: “La Numancia se ha internado adentro, no puede moverse”. La suerte para los españoles estaba echada. Ocho días después, las últimas naves enemigas se perdían en el horizonte, detrás de la isla de San Lorenzo. La aventura bélica había llegado a su fin. 

Contenido sugerido

Contenido GEC