El fotógrafo Alejandro Balaguer con comuneros ayacuchanos. Fotograma del documental "Volver a ver", de Judith Vélez.
El fotógrafo Alejandro Balaguer con comuneros ayacuchanos. Fotograma del documental "Volver a ver", de Judith Vélez.

El 28 de agosto del 2003, cuando Salomón Lerner Febres entregó al entonces presidente Alejandro Toledo el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), un nuevo capítulo empezó a escribirse en nuestra historia. O esa fue la intención. En nueve tomos y seis anexos se condensó el primer esfuerzo del Estado por construir un relato sobre nuestra época más triste, el periodo 1980-2000. Carlos Iván Degregori, antropólogo, investigador y miembro de la CVR, quien analizó los efectos de la entrega del informe, dijo que al inicio este no tuvo gran acogida. Sin embargo, también dio cuenta de que esta situación cambió gracias a Yuyanapaq. Para recordar. La muestra fotográfica tuvo un éxito sin precedentes y, para Degregori, esto significaba que por lo menos un sector de la población estaba dispuesto a entablar un diálogo con la necesidad de recordar.

Quince años después esta necesidad se mantiene bajo otras circunstancias. Por un lado, parece que la voluntad de olvidar —enfocarnos en el futuro y dejar el pasado atrás— va perdiendo la partida. En contraparte, se ha establecido una suerte de disputa por la forma en la que ‘se debería recordar’, pero no vamos a detenernos en ella. Lo que no se puede negar es que existió —y aún existe— un gran número de víctimas que no merecen ser olvidadas. Y son muchos los caminos que se han abierto para ello.

Margarita Saona, investigadora de la Universidad Católica, en el libro Los mecanismos de la memoria (Fondo Editorial PUCP, 2018), se detiene a analizar cómo el arte y la palabra han abordado la memoria del conflicto armado. Por ejemplo, refiriéndose a Yuyanapaq, explica que el uso de imágenes como estrategia de la CVR fue parte de su lucha simbólica por un discurso contra la marginación en un país donde las formas de segregación cultural no solamente incluyen altas tasas de analfabetismo, sino también discriminación lingüística contra grandes sectores de la población por usar sus lenguas nativas. Así, una historia contada en imágenes necesariamente tendría que tener mayor impacto que un texto impreso en cualquier lengua.

Saona señala que la fotografía es concebida por los comisionados de la CVR como un medio que presenta al mismo tiempo una prueba objetiva y un catalizador de empatía, y que más allá de las críticas a la CVR y su informe, Yuyanapaq estableció en un amplio sector de la población peruanala idea de que era necesario recordar. La muestra seguirá instalada en el sexto piso del Ministerio de Cultura (al menos)
hasta el 2026.

Explica Saona en su libro que la empatía cognitiva y la emocional pueden activarse de distintas maneras, pero las respuestas de compasión al dolor ajeno muy probablemente involucran ambos sistemas, dependiendo del contexto y las condiciones que los motiven. Los aspectos cognitivos de la empatía apelan, por lo menos en parte, a los mismos mecanismos involucrados en recordar. La memoria es, después de todo, una forma de visualización, de proyectar el pasado en la mente, y eso crea actividad neuronal: la sensación de que estoy ‘reviviendo’ una experiencia es similar a la de ‘vivir la experiencia de otro’.

                        —El desborde de la memoria—
Siguiendo lo expuesto por Saona, encontramos creaciones recientes con similar intención. Como las obras del español Julián Barón, que no invitan a la contemplación, sino a la crítica y la reflexión. Sobre el fondo de la Sala Luis Miró Quesada Garland, en Miraflores, se extiende un gran mural compuesto por cientos de imágenes de los dos periodos de violencia más significativos que ha vivido el país: la Guerra del Pacífico y el terrorismo. Dos instantes que han dejado una memoria visual fragmentada en los peruanos, y que Barón recrea sometiendo las imágenes de ambas épocas a un proceso de descomposición, ya sea a través de fotocopias continuas que difuminan escenas y personajes, o mediante recortes, intervenciones y veladuras. Es como si buscara encubrir y revelar al mismo tiempo, como una manera de lidiar entre el olvido y la memoria.

Para este trabajo, Barón se ha servido del archivo visual del grupo de teatro Yuyachkani (una versión del mismo se encuentra en el fotolibro Memorial) y de la intervención de grafiteros, grabadores y diseñadores peruanos. Como él mismo dice, su intención es explorar los límites mismos del medio fotográfico para cuestionar los discursos oficiales del poder. Justamente, una de sus series más conocidas se llama “C.E.N.S.U.R.A.”, y en ella presenta un conjunto de retratos de políticos españoles sometidos a la violenta luz del flash. Para esta muestra, en la sala miraflorina, el fotógrafo ha reactualizado el trabajo —hecho en España el 2011— con fotógrafos locales. “Ellos aceptaron mi invitación para fotografiar con esta técnica a políticos peruanos y trabajamos juntos durante un mes para confeccionar una obra muy potente”, dice.

La exposición, curada por Jorge Villacorta, lleva por título Régimen desborde y se puede ver hasta el 6 de setiembre.

Recuperar las imágenes de la violencia es un necesario ejercicio de memoria y reconciliación.
Recuperar las imágenes de la violencia es un necesario ejercicio de memoria y reconciliación.

                                        —Con otros ojos—
El cine también se enmarca, desde las posibilidades de su lenguaje, como un dinamo en los procesos de creación de identidad y memoria. La doctora Zulema Marzorati, investigadora argentina, apunta en su ensayo El cine y la construcción de la memoria histórica que hay que reconsiderar la relación del séptimo arte con la historia. Cita para ello, entre otros, al historiador francés Pierre Sorlin para explicar que las películas que reconstruyen el pasado se refieren más a la sociedad que las ha realizado, a su contexto, que al acontecimiento histórico que intentan evocar. “Aunque se refieran a temas históricos, los directores eligen aquellos eventos que tienen conexión con las circunstancias contemporáneas en las que están inmersos”, señala. A partir de ese punto de partida, y 15 años después de la entrega del informe de la CVR, ¿qué nos dice de él nuestra producción audiovisual?

Sobre la época del terrorismo hay decenas de películas de ficción —desde La boca del lobo (1988)— y otro tanto de documentales. En este último rubro, el más reciente recuento está en manos de Judith Vélez: se trata de Volver a ver, no ficción que ganó la mención honrosa a mejor película peruana en el último Festival de Cine de Lima, y que prepara su próximo estreno comercial.

Volver a ver es una historia de reencuentros y reinterpretaciones. Tres reconocidos fotógrafos que cubrieron la violencia en las comunidades ayacuchanas de Cochas, Acos Vinchos y Huaychao, durante los ochenta, retoman contacto con los protagonistas de sus retratos gracias a las gestiones del equipo del documental. Ellos son los peruanos Vera Lentz y Óscar Medrano, y el argentino Alejandro Balaguer. Las personas que se reconocen en estas imágenes lloran al enfrentarse a ellos mismos y a su historia. Los autores, que hace 30 años sacaron del anonimato a estas comunidades al captar sus duras realidades con rostros —vaya ironía— anónimos, se enfrentan hoy al rescate de una vida. Le ponen nombre. ¿No es acaso también esta una forma de reconciliación?

Si bien para el reencuentro se buscó a los protagonistas de seis fotografías, la producción llevó más imágenes para montar exposiciones en cada comunidad. Judith Vélez realizó este trabajo como un ejercicio de memoria que quiere reivindicar el papel de las comunidades, desde las rondas campesinas y los comités de autodefensa, en la lucha contra Sendero Luminoso. Además, el reencuentro nos trae una realidad que se prefiere olvidar: ¿acaso tenemos presente qué fue de esas comunidades o cómo se han reconstruido?

                              —Celebrar a los muertos—
El teatro, en cuanto a la memoria, tiene su propia narrativa. Miguel Ángel Vallejo, magíster en Literatura y Dramaturgia por la Universidad de Granada, recuerda que el teatro existe en tanto alguien lo mire. “Es un hecho colectivo, lo cual lo diferencia de los textos para ser leídos, y con una intensidad diferente a la del cine por la cercanía con los actores. Así, en obras de memoria se consigue un efecto ritual diferente, nunca mejor ni peor, que en otros géneros, pero con esa particularidad para recordar, repensar, cuestionar o sanar colectiva”, explica.

Vallejo es también el autor de Carnaval, obra que acaba de terminar una exitosa temporada en la Asociación de Artistas Aficionados y que se prepara para una nueva temporada en setiembre. Carnaval cuenta la historia de cinco personajes, la incertidumbre de un conflicto que entonces muchos no entendieron, la desolación y resignación de quienes se vieron atrapados entre dos frentes, y el vacío que dejaron los muertos y desaparecidos.

La pieza habla sobre los vacíos, las cosas/personas/situaciones que ya no están, y la necesidad de no olvidar a los que alguna vez estuvieron. Aunque la ficción tiene toda la libertad creativa, Vallejo considera que, especialmente en el caso del teatro sobre la memoria, es preciso investigar los hechos históricos, desde la gran historia hasta las microhistorias, lo más íntimo. “Muchas obras de memoria han sido trabajadas a partir de testimonios, dentro de la propia subjetividad e intimidad de estos. Si bien Carnaval no es una pieza testimonial, parte de la vida cotidiana de un pequeño pueblo andino durante el conflicto armado interno, un relato de mi familia. De esta manera se repiensan detalles que el presente, en las batallas por la memoria, intenta borrar o resignificar”, dice.

Estos y otros productos culturales nos hacen ver que hay material suficiente para seguir contando —y repensando— esas décadas dolorosas a las que aún nos cuesta enfrentar y que todavía nos cuesta entender.

Contenido sugerido

Contenido GEC