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Jaime Bedoya


Si el Cóndor Mendoza dirigiera una cadena de academias de fútbol, entonces tendría sentido que el Congreso decidiera qué es la permanente incapacidad moral.

Si el ornato de la ciudad estuviese en manos del ganado porcino que deambula por el Fundo Oquendo, entonces tendría sentido que el Congreso decidiera qué es la permanente incapacidad moral.
Si Chibolín ganase el Premio Nobel de la Paz por sus llantos por Venezuela, entonces tendría sentido que el Congreso decidiera qué es la permanente incapacidad moral.

Si fuera una casualidad inocente fruto de la astrología los simultáneos embates a la Fiscalía de la Nación, el Consejo Nacional de la Magistratura y la Presidencia de la República, entonces tendría sentido que el Congreso decidiera qué es la permanente incapacidad moral.

Si el pensamiento y obra de Víctor Andrés García Belaúnde es lo que don Fernando Belaúnde Terry imaginaba como el futuro de Acción Popular, entonces tendría sentido que el Congreso decidiera qué es la permanente incapacidad moral.

Si la izquierda peruana que encarna Marco Arana fuera un ejemplo de coherencia y pulcritud ética merecedora de futuro electoral, entonces tendría sentido que el Congreso decidiera qué es la permanente incapacidad moral.

Si el concurso nacional de alfajores fuera decidido por un jurado compuesto por burros, entonces tendría sentido que el Congreso decidiera qué es la incapacidad moral permanente.

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La permanente incapacidad moral es una consideración subjetiva en manos del grupo de personas menos objetivas del país. Si es que esta se trata de no mentir —lo cual encima no está del todo determinado—, en el Congreso residiría la madre de todas las vacancias, el alfa y el omega de la falacia, el punto G de la mendacidad. A los notables que lo ocupan les cuesta decir la verdad ya no solo en sus propios currículums, sino hasta en la misma fundamentación de la vacancia, hecha con base en un plagio sujeto a tergiversación: cereza en la torta de la incongruencia, con cita final alusiva a Condorito. Sic.

Es un acto circense cuyas motivaciones oscilan entre la revancha, los apetitos personales y las declaraciones brasileñas en camino al Perú, pero que, además, supone consecuencias dramáticas. Al momento que se imprime esto no se sabe aún el resultado, pero las posibilidades se reducen a dos:

Si Pedro Pablo Kuczynski se libró de ser vacado, debería terminar su mandato bajo la prohibición constitucional de seguir pensando en inglés, de persistir confundiendo lo público con lo privado, y de continuar personificando al gringo viejo, hueverto y buena gente que resuelve apremios recurriendo a su indiferencia al sentido del ridículo.

Si Pedro Pablo Kuczynski fue vacado y sus vicepresidentes no hubiesen renunciado forzando a 130 valiosísimos ciudadanos a buscar trabajo, la competencia moral de aquellos sobrevivientes debería ser puesta a prueba de manera rápida y transparente. Sometiéndose a una entrevista con Mávila Huertas, por ejemplo, procedimiento ya inaugurado con bríos por don Daniel Salaverry.

El antídoto al uso y abuso del poder frente a la gobernabilidad en minoría parecería reducirse a cuatro palabras cuando se dicen juntas: que se vayan todos. Y pensar que estamos a cuatro años del Bicentenario.


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