Bogotá, 2015.  Juan Villoro, Gabriela Alemán, Magela Baudoin, Mauricio Electorat y Carlos Arámbulo, finalistas de la edición 2015, acompañados por Marcela, esposa de Electorat.[Foto: Archivo personal]
Bogotá, 2015. Juan Villoro, Gabriela Alemán, Magela Baudoin, Mauricio Electorat y Carlos Arámbulo, finalistas de la edición 2015, acompañados por Marcela, esposa de Electorat.[Foto: Archivo personal]


Por Carlos Arámbulo

                 —22 y 23 de noviembre del 2015—
Han pasado casi 15 días desde que llegó el aviso. Imaginar esto: uno en su casa un sábado por la tarde, colgando cuadros, arreglando papeles, chequeando de rato en rato el correo. De pronto apareció un mensaje con el remitente. Eso solo podía ser algo bueno, pero cuando leí el mensaje no pensaba lo que estaba por sucederme. Pensaba, más bien, que simplemente me dirían en unos días quién había ganado el premio, y me agradecerían la participación. Entonces recordé algunas pistas importantes: era un concurso para libros editados el año anterior; era hispanoamericano, lo que significaba que intervenían escritores de todo el mundo hispano; y entregaba cien mil dólares, y eso lo convertía en el premio de cuento más importante —por renombre y monto adjudicado— en idioma castellano… Bajé corriendo al comedor de diario casi gritando de felicidad en la cara de mi esposa: “¡Pasé, pasé! ¡Estoy entre los cinco finalistas!”.

Cuando tres meses atrás había hecho un paquetito con siete ejemplares de Un lugar como este, un librito de relatos publicado con mis propios recursos en un sello formado con cuatro amigos, sí me imaginaba que esto podía suceder; confiaba en la transparencia del jurado y en el libro, por supuesto. Pero una cosa es confiar y otra, muy diferente, que suceda. Y estaba sucediendo. Al día siguiente tomaría un avión hacia Bogotá y estaría ahí durante una semana llena de eventos, presentaciones, entrevistas, mesas redondas y conversatorios con los otros finalistas. Todos eran autores reconocidos, nadie se sorprendería al ver sus nombres en cualquier listado de finalistas: Juan Villoro, de México; Gabriela Alemán, de Ecuador; Magela Baudoin, de Bolivia; y Mauricio Electorat, de Chile. Todos con obra conocida y premios nacionales e internacionales. Seguro que, al leer “Carlos Arámbulo, Perú”, se habrían preguntado quién era este.

24 horas después llegaba a Bogotá. Podría ser solo cuestión de sentarse y no esperar nada, pasara lo que pasara. Comencé pensando en cómo serían los otros finalistas. Villoro no había venido; no lo veía programado en los conversatorios previos. De noche, al salir del hotel, creí reconocer la melena entrecana de Electorat.

                                 — 24 de noviembre —
Bajé al lobby a las cinco a. m. Llegaba Sebastián, mi acompañante asignado, cronista. “En el aeropuerto nos espera el camarógrafo que va a tomar la sesión de fotos y filmar tus lecturas”. El asunto era una locura, acá es donde el premio comienza a parecerse a la entrega del Óscar. Me toman fotos a cada minuto, vamos revisando las preguntas de la entrevista. Después vendría la clase maestra en el Taller de Relato de la Biblioteca Nacional, un almuerzo, más entrevistas con medios de Cali… “Me dicen Cali”, le comento a Sebastián. Llega Alberto, director del taller. Más preguntas, otra filmación, más fotos, sonrisas, apretones de manos, dedicatorias, más fotos, más manos, sonreír, no pensar, no temer, no esperar.

                                  — 25 de noviembre —
Desayunamos los cuatro juntos. Villoro no está. Intentamos medir por dónde va el premio, pero pasa pronto y se impone la fraternidad. Nos reencontramos en la noche en el lobby. Propongo un lugar con cerveza artesanal, estamos felices todos, parejas incluidas (Marcela y Milly). Pensamos: ¿será él?, ¿será ella?, ¿seré yo? Entonces aparece el fantasma Villoro, el más reconocido del grupo. Pienso que todos son consagrados en esta mesa, menos yo. Toca regresar poco después de la medianoche; al día siguiente hay más compromisos. Puedo sentirme como un elefante lento y pesado que encontró su manada y se une a ella en busca de agua.

En la foto aparecen Gabriela Alemán, Juan Villoro y Carlos Arámbulo. [Foto: Archivo personal]
En la foto aparecen Gabriela Alemán, Juan Villoro y Carlos Arámbulo. [Foto: Archivo personal]

                                    — 26 de noviembre —
Ya son las 9:15, tenemos que apurarnos para alcanzar algo del desayuno. Había llamado a mi hijo Diego para preguntar por mi perro, Borges, un labrador ciego por la edad. “El veterinario ya lo vio papá, dice que es mejor ayudarlo a irse”. Contraigo un gemido, no quiero llorar… Llegué a la mesa, y sonriendo pregunté a Magela y a Gabriela: “¿Sabían que Nabokov murió por una mariposa?”.

14:00: casi famosos
En la Biblioteca Nacional nos espera un piquete de periodistas con mil preguntas. Es la primera vez que enfrento algo así, pero me acostumbro rápido. Pedirle a un escritor que cuente una historia es ponérsela fácil. De pronto, veo a Villoro, me detengo a su lado sosteniendo un ejemplar de mi libro ya dedicado. Es grande en todo sentido, casi un metro noventa. “Hola, Juan; soy Carlos”. “¡Hola, Carlos!”, me corta dándome la mano como si me conociera de siempre y ya son cuatro las sorpresivas amistades, ya estamos completos, el grupo de finalistas más cordial y sencillo que se verá en muchos años. En este mundete de odios literarios inexplicables, We, happy few, we, band of brothers enfrentamos la esperanza y la tensión juntos.

Pasadas las entrevistas tomamos un café y luego regresamos al salón para un conversatorio. Final: aplausos, bocaditos y bebidas. Conozco gente, me hago conocer. Aún no entiendo por qué le parezco interesante a toda esta gente que entrevista al escritor fantasma, según me bautizaron en Lima luego de la nominación. Acabamos. Consuelo Gaitán, directora de la Biblioteca, nos dice que tenemos que llegar a tiempo a nuestra reserva. Cena, vino, charla… No hay comentarios culturosos ni poses, solo nervios, solidaridad y amistad. Es un presente perfecto.

                         —27 de noviembre (03:41)—
Posteo: “Imposible dormir… la vida en puntos suspensivos hasta mañana”. Gabriela Alemán responde, también está despierta. Duermo a las 4:30, más o menos. A las 9:30 llegarán por nosotros; penúltimo desayuno, el primero de los cinco juntos. Lo poco que queda de la mañana, entre nuestra llegada al teatro Colón y el anuncio del ganador, trascurre entre algodones. Somos llevados, guiados, traídos. El escenario es impresionante, una versión del Gran Teatro Nacional en Lima, pero con lujos coloniales, mucho mármol, mucho protocolo. En la pantalla aparece el presidente Santos con un discurso sobre la importancia de este concurso. Nada de lo que he visto en mi vida se parece a esto. Aparecemos cada uno de los finalistas en pantalla, entrevistados y luego leyendo un fragmento de nuestros libros. Se lee el fallo.

Todo en esta ceremonia parece una entrega de los Óscar, ya lo dije; en la pantalla gigante los cinco finalistas vemos nuestros rostros tensos, creemos estar tranquilos pero la imagen no miente. Tomo la mano de Gabriela, ella responde con fuerza, tomo la de Mauricio a mi derecha, y ellos hacen lo mismo con Magela y Juan. En un momento, Juan une mi mano con la de Mauricio y dice: “¡Todos juntos!”. El jurado nos observa sorprendido; esto no es común en un concurso de este nivel, el más importante del cuento en castellano, que termina cuando el maestro Zuloaga menciona a La composición de la sal (Magela Baudoin) como ganadora. Primer ciclo cerrado; hay una descarga. Magela, Gabriela y yo nos unimos en un abrazo largo, sincero y feliz. Después se suman Mauricio y Juan. ¿Sentí celos? No. ¿Fastidio? Tampoco. ¿Envidia? Menos, solo alivio porque esta semana había sido, para todos, muy dura, y en esa dureza y adversidad nos unimos; he tenido el corazón, el pensamiento y el alma exigidos al máximo, y cuando eso pasa solo puede salir una cosa: literatura.

 —28 y 29 de noviembre: epílogo, o lo que parece serlo
Bajamos a desayunar. Gabriela y Juan en una mesa larga. En otra, pequeña, Magela con sus padres. Después de saludar a Juan y Gabriela, me siento a su lado, los miro a los ojos y les digo: “Quisiera quedarme para siempre en este hotel, con ustedes”. Asienten. Gente a quien agradecer… a los maestros Alberto Manguel y Zuloaga (“Dedíquese usted a escribir, deje esa cosa del marketing”). No se los puedo negar, me han devuelto mi vida y mi naturaleza, han liberado un escritor.

Ya en Lima, mientras me acerco a la camioneta, veo que los chicos han traído a Borges. De regreso, tomamos el camino por la playa y voy muy despacio, lo veo sonreír por el retrovisor. Paramos en la playa donde Borges conoció el mar; se le ve feliz. Esa noche durmió en mi cama. Al día siguiente lo bañamos en el jacuzzi, como un senador romano preparándose para morir. Abandonó el mundo material durmiendo, con las manos de Milly, Santiago, Diego y mías acariciándolo, rodeado de amor. Se cerró el segundo ciclo. Pienso en todos los amigos de Colombia.

El tercer ciclo está por escribirse.

​finalistas 2017

Federico Falco (Córdoba, Argentina, 1977) con Un cementerio perfecto (Eterna Cadencia).

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Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1981) con Nuestro mundo muerto (Eterna Cadencia).

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Alejandro Morellón (Madrid, España, 1985) con El estado natural de las cosas (Caballo de Troya).

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Soledad Puértolas (Zaragoza, España, 1947) con Chicos y chicas
(Anagrama, 2016)

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Daniel Salinas Basave (Monterrey, México, 1974) con Días de whisky malo (U. Autónoma de Nuevo León)

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