Chernobyl
Chernobyl
Jerónimo Pimentel

Acercarse al horror es artísticamente difícil y siempre encuentra caminos extremos: la antítesis de Celan en el poema “Fuga de la muerte”, cuando refiere a la “leche negra del alba”; el simbolismo de Bosch en “El jardín de las delicias”; el protoexpresionismo de “El perro semihundido” de Goya; Kurtz como alegoría en la obra de Conrad; el Monumento a los Judíos de Europa Asesinados, de Peter Eisenman, en su capacidad para fijar a través del diseño el orden sin sentido; o la fe en el registro de Lanzmann en Shoah, que parece insistir en el poder del testimonio y el relato oral desnudando, de alguna forma, la convención documental cinematográfica.

Chernobyl, la miniserie de HBO, no entra en este cenáculo privilegiado. Pero lo intenta desde sus medios. El principal mérito es su punto de partida: no busca contar solo una catástrofe nuclear, sino cómo opera un aparato de represión estatal obsesionado con el control de la información y la supervivencia del sistema. El resultado es notable por momentos, sobre todo cuando el guion se moviliza a través de la confrontación entre el saber burocrático y el saber técnico, algo que pareciera una concesión ficcional. Pero es el motor que permite al espectador entrometerse en un mundo que, como ha señalado correctamente Masha Green en The New Yorker, poseía hasta hace poco un vacío narrativo. Chernóbil no se había contado, ya sea por distancia (Occidente) o por ocultamiento (URSS).

Dos personajes permiten el juego en la miniserie: Valery Legasov (Jared Harris) y Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård). El primero es parte de la Academia de las Ciencias; el segundo, un miembro del Comité Central que reporta a Gorbachov. La complementariedad y la oposición son el recurso funcional y, también, el límite de la propuesta. Alrededor de ellos, el guionista Craig Mazin y el director Johan Renck han construido una fatalidad alimentada por dos combustibles: la aspiración humana de dominar fuerzas que le exceden, cuya responsabilidad reside en los ingenieros y científicos (la pesadilla de la razón, por volver a Goya); y el Estado centralizado que ve en las vidas individuales instrumentos de objetivos mayores, como la propaganda soviética o la reputación internacional del comunismo. El resultado es desolador. El peruano deberá imaginar una ciudad entera levantada a la manera de la Residencial San Felipe y, acto seguido, bañarla en radiación. El espectáculo requiere estómago y silencio; en cambio, un sonido ambiental chirriante y horrísono compuesto por la violonchelista islandesa Hildur Guðnadóttir en una central nuclear, bajo la idea en extremo verista de que solo de ahí se puede extraer el fondo musical apropiado para esta historia, invita a pensar en ideas tristes y futuros fúnebres.

La miniserie, sin embargo, no parte de cero. Hay una verdadera obra maestra detrás y es Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich. La Nobel bielorrusa, en un gesto que la hermana con Lanzmann, decidió registrar los testimonios de los afectados y sobrevivientes una década después del desastre y creó una tragedia polifónica que redescubrió el potencial literario de la historia oral. Leerla implica profundizar y revisar lo que entendemos por desgracia y sufrimiento, y quizás señale también los límites de la ficción para representar aquello que solo es susceptible de registro y sublimación.

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