Los héroes de ese fenómeno sociocultural sin precedentes conocido como chicha conservan su ritmo, color y vigencia.
Los héroes de ese fenómeno sociocultural sin precedentes conocido como chicha conservan su ritmo, color y vigencia.


“¡Si se marchó sin un adiós, que se vaya, que se vaya…!”, cantan desde el escenario mientras cientos de cuerpos son poseídos por el ritmo, el sudor, la sensualidad y la pasión. Luces de colores atraviesan la pista de baile y los punteos de guitarra de “El aguajal” fundan un nuevo imperio sonoro. “Amores hay, cariños hay, todititos traicioneros/ amores hay, cariños hay, todititos embusteros”. Poco entiende el púbico que baila entregado a la libertad de no saber bien qué pasos hacer, porque el ritmo le es nuevo y no entiende la letra. Algunos sacan sus celulares para registrar un momento que su epidermis les sugiere épico. Un lúbrico trance posee a todos los presentes. Las cervezas saborean sus huesos desde adentro. Pero esto no es la carpa Grau de Lima, Perú, una noche cualquiera de 1986. Afuera no son amenazas la deuda externa, los paquetazos, las huelgas cotidianas, la inflación, el gobierno aprista, Perochena, el Cojo Denis o Sendero Luminoso. Quienes hacen sonar su voz y su guitarra no son Chapulín el Dulce ni Jaime Moreyra.

“El aguajal de ese lugar solo sabe mis sufrimientos”, sigue cantando Bryan López, nacido en Tucson, Texas. Esto sucede una noche de mayo del 2016, cuando López y sus cinco compañeros, vestidos con pantalones y camisas negras, invocan los cerros y los arenales peruanos en La Flèche d’Or, un conocido local de conciertos en París, que en ese momento efervescente sabe, huele y vibra chicha.

La banda tejana se hizo llamar Chicha Dust en sus inicios, aunque ahora se presentan como Xixa. Su repertorio, ampliamente celebrado por sus compatriotas y por los franceses aquella noche, también incluye otros himnos del cancionero tropical andino de nuestro país, como “Elsa”, de Enrique Delgado y Los Destellos, o “Como un ave”, de Chacalón, además de un tributo a la cumbia amazónica: “Ya se ha muerto mi abuelo”, de Juaneco y su Combo. Estos músicos apenas pasan los 30 años, es muy poco probable que ya hubieran nacido cuando Los Shapis remecían estadios y plazas en nuestro país o, incluso, locales de ciudades como la misma París, Nueva York, Milán o Venecia. Sin embargo, los escuchan, los admiran y los versionan.

Midan ustedes la magnitud del fenómeno.

                          —Llévame, llévame lejos—
Esa chicha pura que fue símbolo del desborde popular de los provincianos que llegaron a Lima —según Matos Mar— encendiéndolos, incendiándolos y acompañándolos en sus penas, sus alegrías y su esfuerzo cotidiano fue vista por encima del hombro por la cultura oficial y las radios y la moda americanizada que imperaba en el Perú de aquellos años.

A Los Shapis y sus coetáneos del género no les dieron el mismo espacio que a Michael Jackson, Madonna o Menudo. “La gente que interpreta la música importada, como el rock y la salsa, piensa que la nuestra es algo muy simple y nos mira con menosprecio. Nos dicen ‘chicheros’, pensando que la copia que hacen ellos es algo más estudiado. Pero, de un tiempo a esta parte, lo sencillo está tomando bastante fuerza. Y es que la música que hacemos tiene arraigo entre la masa popular”, ha dicho Jaime Moreyra, guitarrista, fundador y gestor principal del sonido de Los Shapis al lado de Julio Simeón, Chapulín, el pequeño nativo de Chupaca que convirtiera su voz en uno de los pilares de este urbano y contagioso género. Como Xixa en Texas, otros grupos extranjeros han sido seducidos por su influencia musical. Ahí está el ejemplo de los neoyorquinos Chicha Libre —liderados por el francés Oliver Conan—; los franceses La Tchoutchouka, o los brasileños Chichadélicos. Gracias a ellos, la universalidad de la chicha baila más feliz que nunca.

A mitad de los 80, en medio de la crisis económica y la violencia, el grupo liderado por  el pequeño Chapulín el Dulce hacía delirar a los hijos de los migrantes que habían conquistado Lima.
A mitad de los 80, en medio de la crisis económica y la violencia, el grupo liderado por el pequeño Chapulín el Dulce hacía delirar a los hijos de los migrantes que habían conquistado Lima.

Hoy, el Ministerio de Cultura, a través de su programa Museos Abiertos —que tiene como objetivo enlazar arte y patrimonio los primeros domingos de cada mes, brindándole acceso gratuito al público a todos los museos del país administrados por el Estado—, ha organizado un concierto que reunirá a Los Shapis y al combo Olaya Sound System en la huaca Mateo Salado de Pueblo Libre. De este modo, el origen y el presente de un espíritu musical común estarán reunidos en un lugar que es, al mismo tiempo, raíz y legado de nuestra historia.

“La trayectoria de Los Shapis, de alguna manera, expresa o grafica la trayectoria de la música popular en Lima desde los márgenes de la sociedad hasta los museos más importantes del país —nos dice el sociólogo Aldo Panfichi—. Es decir, desde los márgenes hacia el centro de la sociedad peruana. Y ese es un proceso que ha durado 36 años, justamente la edad del grupo”. Mirando hacia atrás, es inevitable pensar en 1981 como un año decisivo. “Los Shapis fueron el inicio de la fiebre masiva por la cumbia peruana. Hasta antes de ellos, fue de un gusto segmentado, importante de la población, sí, pero nunca había llegado a tener un grado de revolución comercial como el de entonces, cuando editaron su primer disco”, explica el sociólogo Santiago Alfaro, director general de Industrias Culturales y Arte del Ministerio de Cultura, y también gestor del proyecto Museos Abiertos. “Entonces —agrega— Los Shapis escalan como fenómeno masivo de la cumbia peruana desde su vertiente andina. Fueron el fondo musical de este nuevo Perú, de esta nueva Lima que surge de varios procesos migratorios”. “Es que la chicha tiene muchos ritmos —explica Julio Simeón, el célebre Chapulín—. Incluye parte del santiago, parte de huaino, una partecita de cumbia, un poquito de salsa, algo del bailongo. Esto lo convierte en un ritmo muy especial. Además, porque hablamos de la realidad y las vivencias del hombre selvático, andino o costeño”.

                              —Como un errante—
Colegios, pampones, patios, corralones, estacionamientos, garajes, talleres, la carpa Grau. Guayaberas, pantalones acampanados, lentes oscuros, el arcoíris completo, los dedos índices levantados al bailar, los puños girando entre los brazos como quien enrolla una toalla. “Chofercito carretero”, “El aguajal”, “Borrachín borrachón”, “Mi tallercito”, “Como un errante”, “La novia”. Todas cantadas por un coro de miles, obnubilados por la euforia y la cerveza. “La bebida del pueblo”, como nos dice Jaime Moreyra. La de aquellos que amanecen cada día con el gallo, muchas veces, en el mismo sitio en el que tienen que ponerse a trabajar ni bien abren los ojos.

Sale el sol en esa Lima ochentera, caótica y sucia; sale el sol, irónica y jodidamente, al mismo tiempo que se esconden los intis, esa moneda triste que marcó la época más gris de la economía nacional en los últimos treinta y tantos años y que entonces —y que siempre— marcaba con más dureza el paso del pobre. En la cara, el cansancio, algo de hartazgo y algo de fe. Después de todo, otro papa también nos visitó por esos años. En los bolsillos, unas cuantas monedas para pasar el día y los boletos arrugados del micro que decían Rímac, Comas, Santa Anita, Naranjal, La Parada, Villa El Salvador, Chosica, Pamplona, Chorrillos, Ñaña. En la libreta electoral —de obligatoria portabilidad en días de apagones, bombazos y toques de queda— el verdadero origen: Tarma, Juliaca, Santiago de Chuco, Quispicanchis, Nasca, Huancayo, Parinacochas, Jauja. Al finalizar el día, fuera jueves, sábado o “lunes de zapatero”, hombres y mujeres de distintas edades acudían al llamado de la chicha, convocado entonces por Los Shapis, por supuesto, pero también por Chacalón y La Nueva Crema, Vico y su grupo Karicia, el Grupo Guinda, Maravilla, Celeste, Pintura Roja, Los Jharis de Ñaña, o precursores como Los Mirlos o Los Destellos, aunque varios de ellos lo llamen cumbia.

Los Shapis en su versión 2018, con los Olaya Sound System.
Los Shapis en su versión 2018, con los Olaya Sound System.

La música había reivindicado el orgullo de ser provinciano en una ciudad prejuiciosa que aún les era hostil. Muchos, al terminar la jornada laboral, no tenían ni tiempo de arreglarse como suelen hacerlo los citadinos promedio antes de ir a una discoteca. No. Estos hombres y mujeres, cuyas grandes unidades escolares eran el sacrificio, las plazas y el asfalto, pasaban del taller a la pista de baile; dejaban las escobas, las lampas, los betunes, las herramientas, los uniformes, las brochas, y convertían la cerveza en agua bendita y la chicha en comunión, ardiendo en una Lima paralela, aburguesada y racista que le gritaba a su empleada que apague esa radio apenas Chapulín cantaba “¡Que se vaya, que se vaya!”. “La acción de cholear comprende prácticas nada ciudadanas que, históricamente, han legitimado la discriminación y el racismo en contra de un vasto sector de peruanos —escribe el antropólogo Raúl Rosales en su libro Antropología urbania—. Desde el discurso racista, lo cholo está asociado con la variable étnico-racial en donde los indios discriminados del ayer colonial son los cholos choleados del Perú contemporáneo”.

              —Era muy pobrecito cuando te conocí—
“Para todos ustedes, con el cariño de la tierra huanca, una modesta composición nuestra”, dice el hombre de metro y medio, vestido, al igual que sus cinco compañeros, con jeans ligeramente acampanados y los polos que luego se harían un sello de fábrica: blancos, con unas líneas azules —a veces moradas— anaranjadas, amarillas y rojas. Jaime Moreyra nos cuenta que la inspiración le vino de la bandera del Tahuantinsuyo luego de ver unas camisetas Miami en una vitrina en Gamarra. No importa que aquella bandera hoy se sepa apócrifa: importa la intención reivindicativa de usar esos colores. Esa presentación inicial de la “modesta composición” era ficticia pero no. Se trataba de Los Shapis en el mundo de los pobres, la primera película realizada como vehículo comercial para un grupo musical peruano, en 1986.

El 14 de febrero de 1981, Jaime Moreyra —nacido como Ventura García Mercado, en Juliaca, durante 1950— y Julio Edmundo Simeón —Chupaca, 1958— decidieron juntar sus talentos de forma oficial por primera vez, formando una agrupación cuyo nombre estaría inspirado en la danza de los shapish, pasos guerreros propios del folclore andino que se realizan durante la fiesta de la Cruz de Mayo en la provincia de Chupaca, cercana a Huancayo. En 1983 decidieron llegar a Lima. “Nosotros hemos promovido, impulsado y sido parte del cambio social del Perú en las últimas tres décadas. Nos ha tocado esta tarea, y orgullosamente hemos tenido las ganas y la fuerza de asumirlas y remontarlas”, nos dice Moreyra —quien, además, debe ser considerado una de las guitarras fundamentales del Perú— sobre la trayectoria de su banda. Pero antes de su llegada a la capital, ya habían demostrado que la chicha poseía también un curioso espíritu punk: su primer disco, Los auténticos, tenía una carátula que, a muchos melómanos, los remitía inmediatamente al Road to Ruin, cuarto álbum de los neoyorquinos Ramones, lanzado en 1978.

A mediados de los ochenta, el periodista y escritor Fernando Ampuero escribía: “Los Shapis contratan sastres, modistos, coreógrafos y asesores financieros. No ahorran en promoción: obsequian polos, calcomanías, llaveros, pósters, almanaques y discos. Se les dedica incluso un espacio radial de una hora llamado Shapimanía. Coleccionan trofeos, participan en todas las fiestas y festivales. Quizá sea una gloria efímera. En todo caso, le sacan el jugo y la administran con bastante seriedad”. A la vista de los hechos, 30 años después, de efímera, nada. Pero el autor de “Caramelo verde” sentenció, precavido: “Que el Olimpo de los ejecutivos no se interese por ellos para decirles cómo les podría ir mejor. Ellos son los navegantes, las corrientes y el lecho de un océano”.

Chapulín en el estadio de Alianza Lima, en La Victoria, en el concierto más memorable de Los Shapis. [Foto: Difusión]
Chapulín en el estadio de Alianza Lima, en La Victoria, en el concierto más memorable de Los Shapis. [Foto: Difusión]

Para el antropólogo Karlos Tacuri, incluso, Los Shapis tomaron cosas prestadas de Menudo, el grupo masivo por excelencia de aquellos años: “Los Jharis, Chacalón, Los Ecos, Los Destellos no hacían coreografías, eran rígidos. A lo mucho el cantante se movía algo para animar. Pero como notaron que a Menudo le funcionaban las coreografías, Los Shapis también comenzaron a hacerlas. Ahí nace el famoso giro de Chapulín. Los Shapis toman un poquito de Menudo, que eran un boom al mismo tiempo que ellos estaban llegando a Lima. En los sectores marginales vieron eso y se preguntaron ‘¿por qué no lo hacemos?’. Y lo hicieron”. “Los provincianos siempre estaban un poco arrinconaditos en Lima —nos dice Moreyra—. Pero detrás de esa máscara de ‘Yo soy de Lince’, ‘Yo trabajo en Miraflores’, ‘Yo vengo de La Victoria’, ‘Yo paro por el Rímac’, estaba un provinciano muerto de ganas de reivindicar su origen, de bailar con sus paisanos. Ese creo que es el mayor mérito de Los Shapis en el proceso de enorgullecerse de su identidad: la gente lo decía sin ningún temor”.

             —Pasó mucho tiempo y plata junté—
Tras aquel primer disco nada volvió a ser lo mismo ni para Lima ni para Los Shapis ni para los migrantes que habían hecho suya la capital. Llenaron el coliseo cerrado de Tumbes, el estadio municipal de Chiclayo, el Miguel Grau de Piura, el Mariano Melgar de Arequipa, el estadio Enrique Torres Belón de Puno, el Daniel Alcides Carrión de Cerro de Pasco, el Amauta de Lima, los teatros Segura y Felipe Pardo y Aliaga, el anfiteatro de la explanada de la UNI, el estadio de San Marcos. En dos fechas históricas, además, convocaron a más de 90 mil almas en el estadio de Alianza Lima —algo que Chapulín rememora como uno de sus grandes momentos—. También llenaron el Nacional. Con la misma naturalidad, tocaron en Chile, Bolivia, Argentina, Estados Unidos, Francia o Italia. “Hay chicha en la sierra, chicha en la costa y chicha en la selva —dice Chapulín—. Ayer fue bebida sagrada del inca y hoy es género musical en el ambiente musical del Perú”.

Mentalmente podemos volver a los ochenta percibiendo la sensación social y las cervezas danzantes con olor a humano. Imaginen cómo olía y se pegaba en la piel y sabía y se vivía esa Lima de entonces. Es de noche y la fiesta durará horas interminables. En el día, estos rostros de hace 30 años parecen camuflados: son el chofer, el vendedor de periódicos, el ambulante, el empresario emergente, el vigilante. Pronto serán también el dueño, el gerente o el jefe, pero entonces aún no lo saben. Solo bailan y trabajan porque saben que mañana igual saldrá el sol.

En 1994 murió Chacalón, el hombre que seducía a los cerros con su voz. Aunque eso amagaba el final de una triste canción, la chicha y el pueblo no han hecho otra cosa que ser más fuertes desde entonces.

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Horóscopo ataca de nuevo

Desde hace poco más de un año, el productor peruano Jalo Núñez del Prado, hoy radicado en Madrid, está a cargo del catálogo de Horóscopo, una de las disqueras decisivas en la historia de la chicha y la cumbia peruanas, junto a Infopesa y Sonoradio. Con ese sello se ha propuesto rescatar, preservar y relanzar internacionalmente los diez discos esenciales de la chicha peruana. Ahora está en el volumen dos, que es el primer disco de Los Shapis. Luego de constatar que nadie había hecho reediciones de Chacalón y otras estrellas del género, decidió tomar el toro por las astas, aunque aún no cuenta con ningún apoyo del Estado. Más información en www.discos-horoscopo.com

concierto en la huaca
Los Shapis y Olaya Sound System 
Fecha: hoy, domingo 4 de febrero
Lugar: huaca Mateo Salado (Av. Tingo María s/n Pueblo Libre)
Entrada libre. El concierto se inicia desde las 15:00, pero recomendamos ir antes para aprovechar la visita guiada por toda la huaca.

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