[Ilustración: Mind of robot]
[Ilustración: Mind of robot]
Jerónimo Pimentel



Una de las peores herencias de la izquierda peruana, ya sea en su variante socialcristiana (por su tendencia al moralismo) como en su expresión radical (por su vena totalitaria), es el impulso de adueñarse de la consciencia nacional. No es una simple apropiación, sino también un deseo de gestión, administración y usufructo. Es fácil identificar a los legatarios de esta tara. Se les reconoce por el subtexto debajo de cada sermón: “Yo decido qué está bien y qué está mal”; “Nosotros somos los buenos y ustedes son los malos”, “Si no te alineas eres un inválido moral”. Como curas o comisarios, pero siempre con disfraz, utilizan ese espacio ocupado para pontificar y condenar el comportamiento de los que no forman parte de su grey. Facebook se ha convertido en su vitrina preferida, pues reproduce y genera la sensación de multiplicar la resonancia del pensamiento único, la argolla convertida en algoritmo. Hay algo profundamente intolerante en juzgar las intenciones del otro porque no coinciden con las de uno. Peor aun, es un síntoma de poca salud republicana.

En una circunstancia política como la actual, de crisis y tránsito hacia no se sabe dónde, las personas que trabajan en el Estado se han visto envueltas en dilemas complejos sin solución única. Lo cívico, cuando es posible, es preguntarles cómo piensan resolver esas dudas y compartir la reflexión. Lo destemplado es levantar un patíbulo y juzgar. En el espíritu de la primera opción, conversé con varios funcionarios valiosos que han pasado las fiestas con agobio. No los nombraré, pues no los entrevisté formalmente y no tengo autorización para citarlos. Lo que viene en adelante, entonces, es solo mi interpretación de esas charlas.

La mayoría de ellos no temía por sus cargos —son funcionarios de fácil recolocación laboral—, sino por los proyectos truncos que dejarían. La idea de haber batallado contra la artritis estatal durante año y medio para, finalmente, dejar la gestión interrumpida por una tormenta política relativamente ajena a su función específica no era, digamos, especialmente atractiva. El Estado es más grande que el gobierno que lo ejecuta y ese es un principio tan válido como presentar la carta de renuncia ante el quidpro quo navideño. Lo cierto, en todos los casos, es que ninguna de las personas con las que hablé —muestra que no deseo extrapolar porque no es representativa— sintió que su decisión fuese un símbolo. Quienes buscan heroicidades, figuritas y trofeos en los comportamientos ajenos deberían entender que las posiciones corporativas y tribales son, justamente, las que nos han dejado en este incómodo lugar.

También se puede imaginar lo contrario, una renuncia masiva, y el resultado no sería alentador. Tenemos una muestra a pequeña escala. Algunos comunicadores de la plana del Instituto Nacional de Radio y Televisión del Perú dejaron sus puestos ante la salida de Hugo Coya y, con ese gesto valioso, los televidentes perdimos oferta cultural en un contexto en el que ya es reducida. Sin embargo, elevar esa respetable posición a nivel de imperativo categórico hubiera implicado abandonar el Estado y dejarlo a merced de la inacción, de oportunistas o de fuerzas políticas extrañas. ¿Cuál sería el beneficio de tamaño sabotaje salvo, como bien señala Eduardo Adrianzén en un post reciente, agudizar las contradicciones? ¿Y por qué negar la dignidad personal del burócrata enfrentado al espejo? ¿El servidor debe lealtad a sí mismo o a los demás, a la cosa pública? Sea como fuere que se resuelva esa tensión, lo mínimo que deberíamos hacer los servidos, nosotros, es mostrar respeto por la forma en la que los demás resuelven sus cuitas.

Hay un punto adicional. En abstracto, las consecuencias de estas renuncias parecen lejanas. Pero si elegimos el más insignificante de los ministerios en términos presupuestales, el de Cultura, podremos observar las materias específicas que hubieran podido quedar en el aire si, en vez de que aceptase el cargo un escritor y diplomático notable como Alejandro Neyra, lo hubiera asumido un político adicto o ultramontano. Una breve lista sería la siguiente: sistema de fondos concursables para cine (ampliación de presupuesto), libros (por primera vez se incluye creación), artes escénicas y música (formación de audiencias); políticas de museos abiertos, teatros públicos y fomento de la lectura a través de la red de bibliotecas; el programa Libertad de la Palabra, que busca desarrollar las capacidades de los reclusos; etc. La incorporación de un profesional al Estado no es nunca sencilla: tiene curva de aprendizaje, inicia con evaluaciones y balances de los antecesores, se suelen heredar equipos, visiones y criterios que no se corresponden con los de uno, y adecuar la máquina para que funcione toma tiempo. Si toda la planilla de Cultura hubiese renunciado, el daño hubiera sido gravísimo para las industrias culturales.

La decisión de Neyra en medio de este descalabro político y ante la histeria de quienes desean que él asuma pasivos políticos que no le corresponden asegura continuidad en las políticas de Del Solar, así como la permanencia del grueso del equipo que las trabaja, lo que no solo es un alivio, sino una muestra de responsabilidad que toca saludar.

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