[Foto: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel



Pensemos el policial literario en etapas. La primera, marcada por la industrialización y la moral victoriana, ve en el crimen una disrupción social que debe ser enfrentada a través del método y el conocimiento. La verdad y la asignación de la culpa reestablecen el orden quebrado y su búsqueda es el motor que da ritmo al pulso narrativo. Tiene un cariz utilitarista y un sesgo científico, como se aprecia en Holmes y Dupin, quienes logran develar misterios racionalmente. Los enemigos son el anarcoterrorismo internacional (El hombre que fue jueves) y el caos. La última exponente de esta línea fue Agatha Christie.

La segunda etapa, el hard-boiled norteamericano, desplaza la tensión moral de la sociedad al individuo. El detective, piénsese en Marlowe o Spade, no se debe ya al colectivo, corrupto o quebrado, sino a una normativa propia que va paralela —y muchas veces al margen— de la ley. El plot avanza ya no por necesidad sociológica, sino por misión personal, y para hallar la verdad no hacen falta solo sesos, sino músculos, puños y quizá entremezclar todo con un poco de sexo. Lo que redime al detective es su amor propio y no necesariamente su compromiso comercial con un empleador ni su rol social profiláctico, aunque estos dos últimos objetivos se consigan por consecuencia. Los antagonistas son aquellos que han roto su propio código, de tal forma que puede incluir a la policía, la alta burguesía o cualquier otra forma de crimen organizado.

En el tercer momento, como un derivado posexistencial, no se duerme tranquilo ni habiendo protegido los valores compartidos ni habiendo sido fiel al decálogo personal. El mal ha prosperado y no hay forma de evitarlo salvo que se conozca su raíz. Esta puede ser psicológica o psiquiátrica. La verdad se ha trasladado del consenso a la deontología, y de la deontología al córtex cerebral. Este es el reino de Lecter y la base de Mindhunter, la serie estrenada por Netflix.

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A fines de los setenta dos detectives del FBI, Holden Ford y Bill Tench, logran identificar el centro de su fracaso profesional: las motivaciones clásicas a las conductas criminales no sirven ya de explicación ante el nuevo tipo que emerge, el sequence killer (lo de serial es una evolución posterior del concepto). El FBI pos-Hoover, represor y antiintelectual, se encuentra alejado de la academia e ignora los avances de la psicología conductual; a la vez, la experiencia policial, gruesa o insoportable, amenaza con reducir las patologías extremas a locura o al mal absoluto. Pero la simplificación no crea conocimiento y, en ese sentido, no es eficiente: ni ayuda a resolver los casos abiertos ni sirve para prever los venideros. ¿Qué hacer?

Ford y Tench, estupendamente caracterizados por Jonathan Groff y Holt McCallany, crean una unidad de élite que busca abordar la patología criminal sin prejuicios y, digamos, con préstamos de la universidad. Lo primero que hacen es entrevistarse con los asesinos ya capturados para buscar en el diálogo las pistas que les permitan redefinir su labor. No es sencillo. Torturadores metódicos, mutiladores confesos, carniceros sin escrúpulos y otros especímenes de una familia en la que Manson se encuentra cómodo son interlocutores dudosos que, además, no aseguran ni franqueza ni utilidad. La institución, para colmo, parece desconcertada ante una iniciativa que busca tratar con humanidad a esta galería del horror, así sea para aprovecharse de ellos. Las grietas, sin embargo, se salvan con resultados, y poder navegar en el centro de la oscuridad parece la recompensa.

La cultura popular ha visitado el tema con frecuencia y quizá el cómic de superhéroes es el que mejor ha trabajado, en décadas recientes, la premisa clave que subyace a Mindhunter: solo un monstruo puede cazar a un monstruo.
El Batman de Nolan es un ejemplo magnífico, así como The Killing Joke de Alan Moore, pero la fórmula es tan universal que se puede rastrear hasta Ahab y, en un punto, es la base de todo drama: protagonista y antagonista, con fuerzas semejantes, luchan por un bien excluyente. Fincher, uno de los creadores de la serie, ha sido uno de los exponentes más obsesos al momento de trabajar la pregunta en el cine: ¿cómo es posible cazar un monstruo si no te conviertes en él? De alguna forma, tanto Seven como Zodiaco son respuestas: en la primera, presionado de la forma correcta, el representante del bien sucumbe ante el horizonte que el mal propone como paisaje moral, donde ambos se igualan; en la segunda, el despiste es inevitable en tanto el cazador no logra transformarse en bestia para convertir en presa a su objetivo.

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Preguntas para aterrizar: ¿será posible que la literatura peruana aborde el fenómeno de la violencia machista desde cualquier ángulo, así sea el de la no ficción? ¿Será posible que esos abordajes nos den las luces que la cobertura televisiva nos niega con sus clichés y su ignorancia y sus maneras aprendidas y su inevitable superficialidad? Y visto el interrogatorio hecho a Shirley Leslie Silva Padilla en la comisaría, ¿ese es el estándar de los interrogatorios de la Policía Nacional del Perú? ¿Un cuestionario masticado, en un espacio no controlado, registrado con un celular y con pronta filtración a los medios?

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