[Ilustración: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel



Cartagena es una ciudad plural. Básicamente, porque son siete ciudades.
En una de ellas se puede ver uno de los paisajes más emocionantes de América Latina: la costa amurallada que se erige frente al Atlántico como un recordatorio orgulloso de aquello que el hombre puede hacer para protegerse de sí mismo. Debe ser el litoral más evocador de todos los que ofrece la región. Fundidos por el calor de invierno, si se puede llamar invierno a una estación que marca 40 grados centígrados y 90 % de humedad cuando hace frío, el delirio invita a ver barcos imaginarios y a perderse en mansiones centenarias, de techos altísimos y vegetación copiosa, que apenas tienen como referencia a esas casonas de Nueva Orleans que Hollywood muestra en sus producciones esclavistas.

La comparación no es gratuita; como bien ha señalado Sergio del Molino, cuando uno se detiene en monumentos dedicados a un pasado tan dudoso, solo queda imaginar el tamaño de tragedia que encierra un puerto destinado al tráfico de africanos. Y, sin embargo, en lo que puede tomarse como un triunfo de la banalidad, nada en la Cartagena de hoy sugiere un desastre: la vida se vive a puertas abiertas, con vocación polícroma y debilidad musical. Quizá solo los balcones, que reflejan la herencia limeña de estas viejas posesiones peruanas —como bien lo recuerda el diplomático Hernando Torres-Fernández—, contrastan con el desparpajo caribeño, que se permite licencias turísticas como la masiva oferta de prostitución al aire libre en plaza Heredia.

La segunda Cartagena, en cambio, es moderna e irrelevante, con el perdón de la redundancia. Se yergue al lado como una proyección futura manufacturada en vidrio, acero y neón. En esa segunda ciudad se ha privatizado la costa y se la ha entregado a concesión a los distintos hoteles que han parcelado la arena para ofrecerla en exclusiva a sus huéspedes. Este expolio aberrante debe ser denunciado, pero también entendido: un sector político-empresarial ve en esta perla un tesoro a ser explotado. La excusa es el empleo, pero la motivación es ideológica y pecuniaria.

Hay una tercera Cartagena, pobre, suburbana y barrial, de la que nadie habla mucho, con excepción de uno que otro taxista. El visitante la conoce solo cuando logra cierta complicidad, lo que permite descubrir, por ejemplo, que es ahí donde vive la mayoría del personal que trabaja en las ciudades previas.

Hay una cuarta Cartagena de Indias en la que Alonso Cueto reflexiona sobre la incapacidad de distinguir el paso del tiempo en una ciudad donde la temperatura no varía.

Hay una quinta Cartagena en la que dos amigos toman ron y cerveza y hablan de poesía y de amor. En esa ciudad uno de ellos está buscando algo que no tiene y no es seguro que consiga, y el otro le escucha porque, cerca de los cuarenta, ha caído en cuenta de que la atención es la forma más noble del cariño. Ninguno sabe bien qué decir ni qué hacer, pero el bullicio alrededor, al menos por unos momentos, es silencio suficiente para ambos.

Hay una sexta Cartagena que es el foco intelectual de Latinoamérica: en ella es posible cruzarse con Rushdie, o Coetzee, o Rieff, o Boullosa, o Schweblin. Pero como esta Cartagena es una ciudad tan irreal como las anteriores, también es posible cruzarse con los revendedores de los tickets que permiten escuchar a Rushdie, o Coetzee, o Rieff, o Boullosa, o Schweblin. Los colombianos se han entregado al Hay Festival de una manera tan festiva y plena que la experiencia está llena de luz, de lecciones. Arequipa queda aún muy lejos de esta sexta ciudad, una distancia que no se mide solo en kilómetros.

Hay una sétima Cartagena en la que converso con Geoff Dyer. Es una Cartagena rara. En ella trato de memorizar las preguntas que debo hacerle. Son estas: ¿es la decepción un recurso literario o un atavismo británico? ¿Qué tan importantes son las diferencias entre la ficción y la no ficción antes de abordar un proyecto creativo? ¿Son las líneas de Nasca el origen de todo land art? ¿Qué quiso decir John Berger cuando escribió: “Para tratar de comprender la experiencia de otra persona es necesario desmantelar el mundo visto desde nuestro propio lugar para luego recomponerlo”? En la sétima Cartagena, Dyer no contesta estas preguntas, no es claro ni siquiera que yo las haya formulado correctamente, pero por toda contestación articula unos pocos párrafos admirativos sobre David Foster Wallace y Roger Federer que resuelven con humor y brillantez todas mis dudas. En esa sétima ciudad, ya de noche, nos encontramos en la terraza de un convento y, al reconocernos, me atrevo a hacerle un pedido final. No es un autógrafo ni un selfie, sino un requerimiento musical: que escuche a King Krule. Insisto tanto que me pregunta si soy su representante en Sudamérica, un cargo imposible. Reímos, pero en el fondo a mí no me causa gracia mi propia necedad. El único deseo que tengo es que todo el mundo, todo el día, escuche The Ooz, y tal vez luego 6 Feet Beneath the Moon. Sobre todo Geoff Dyer. Una vez superado el pasmo, con elegancia, me pregunta cómo se deletrea el apellido. Apunta el nombre en su iPhone y, por alguna razón, esa noche por fin puedo dormir tranquilo.

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