Apuntes para una teoría del perdón desde el centro radical
Apuntes para una teoría del perdón desde el centro radical
Jerónimo Pimentel

Perdonen la ingenuidad. 
    Luego de una campaña como la de la primera vuelta es válido cuestionar las categorías que movilizan nuestras filias y fobias políticas. Y tratar de entenderlas. Y, finalmente, proponer algo al respecto. 
    Hay movimientos simétricos. La descalificación, por ejemplo. O la explicación irónica. O la condescendencia, que no es sino un estertor colonial. Por ejemplo, decir: “Los limeños viven ajenos a la realidad del Perú”, como una manera de explicar la victoria fujimorista en primera vuelta. Por ejemplo, decir: “Los indios resentidos de la sierra siempre votan contra el sistema”, como una forma de justificar el triunfo de la izquierda en esa región. En esas explicaciones no solo hay incoherencia (¿hay alguna ciudad numéricamente más andina que Lima?) y caricatura, sino también un profundo desdén por el otro y sus razones. ¿Es posible que el 40% de los peruanos que votaron por Keiko Fujimori sea estúpido? ¿Es verosímil que el 80% de los ciudadanos que no votaron por el Frente Amplio sean lisiados morales? ¿Quién es capaz de hacer de su criterio el rasero que separa el bien del mal, lo permisible de lo condenable? Y si existe, ¿cuándo ese megalómano acabará por fin con su ego trip?
    Digamos, por ejemplo, que para muchos peruanos considerar siquiera las motivaciones de un (ex)senderista es anatema. Para algunos, llamar a los años del horror “conflicto armado interno” es una derrota lingüística que debe ser censurada. No llevar al paredón a los hijos de la generación que escogió las armas como mecanismo de lucha es un signo de debilidad contra los violentistas. Y sin embargo, muchos peruanos, cercanos a esa sensibilidad, han dado muestras de ser bastante tolerantes con los presos y sus descendientes, biológicos o políticos. A pesar de Putis y Tarata y todo lo que está al medio, que no es poco. A pesar de Abimael. 
    O digamos, por ejemplo, que para otros el fujimorismo es solo una metodología del crimen. Para ellos, la propia idea de tomar en cuenta a Fuerza Popular como un interlocutor válido es obscena. Cualquier forma de moderación ante este enemigo es asesinar, de nuevo, a los estudiantes de La Cantuta y olvidar la masacre de Barrios Altos. Y sin embargo, varios sectores conservadores de la sociedad peruana, ya sea en la élite o en la base popular, han manifestado lealtad a ese proyecto. A pesar del golpe del 5 de abril y la renuncia por fax, y todo lo que está al medio, que no es poco. A pesar de Montesinos.
    ¿Por qué es más fácil para un escritor, hijo de padres velasquistas, relativizar el asesinato del general López Albújar y reclamar el derecho de reinserción de, por ejemplo, Lori Berenson u Osmán Morote, luego de calificarlos como presos políticos y a sus crímenes como errores? ¿Por qué es más fácil para un economista, funcionario internacional y consultor del MEF, teorizar acerca de la necesidad de un autoritarismo blando en épocas de crisis y, acto seguido, llamar excesos a los robos y daño colateral a los desaparecidos? 
    Una respuesta es que somos más proclives a disculpar los delitos que creemos más justificados o que nosotros, en determinadas circunstancias, cometeríamos. Para eso sirven los eufemismos.
    Otra respuesta es que en ningún caso debemos perdonar nada.
    Hablemos entonces de perdón, pero ahora para deshacer la falsa relación que sugieren los párrafos previos. Es tentador comprenderlos en una lógica de subversión y reacción, e igualarlos en un mismo paquete, del que somos ajenos; pero ese gesto sería formulista y, por tanto, falso. Mucho más complicado es tratar de entender cuál es o cuál será o cuál sería el rol en democracia de Cárdenas Schulte o de Fujimori Fujimori, a la vez que se piensa qué parte de responsabilidad es la que nos corresponde en este problema. Hay una pista: en estas circunstancias, creer siquiera que cualquiera de ellos pueda tener un rol implica un salto de imaginación clamoroso. Solemos pensar en el otro como si hablásemos de extraterrestres. 
    No es este un llamado al relativismo, es solo un intento por entender por qué es tan extraño para los limeños el 40% que alcanzó Gregorio Santos en Cajamarca y, a su vez, por qué es tan ajeno para los ayacuchanos el medio millón de votos que recogió Kenji Fujimori en Lima. Algo sugiere que tildarnos mutuamente de estúpidos no solucionará el problema. Una clave la dio, para variar, Hubert Lanssiers, quien insistió, con una fe en la palabra que aún resulta conmovedora, que la Comisión de la Verdad no iría a tener objetivo si es que no se añadía a ella la Reconciliación. Si el padre belga estuviera vivo, se le podría preguntar si hemos avanzado o retrocedido en esta materia. Da miedo adivinar su respuesta, sobre todo si se toma en cuenta que él, el capellán de Lurigancho, era también confesor de Alberto Fujimori incluso —sobre todo— después del autogolpe.
    La verdad política (no hablamos aquí en términos ontológicos) no es un fin, es un medio, y se construye, por lo general, de cara a un objetivo nacional. La verdad sirve para que exista justicia, la justicia permite la reparación y la reparación posibilita la idea de reconciliación. ¿Pero qué ocurre cuando la verdad está en cuestión, la justicia es tardía y parcial, la reparación es un museo poco visitado y la reconciliación una entelequia? 
    Los caminos, luego, son dos: resignarnos a que tarde o temprano nosotros acabaremos con nosotros mismos, o hacer un esfuerzo legítimo por intentar comprender a quien está al lado, bajo la idea de que los muertos enterrados nos pertenecen a ambos por igual.
    Perdonen, decía, la ingenuidad.  

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