La cintura de Catalina La Grande. Museo de Kremlin, Moscú.
La cintura de Catalina La Grande. Museo de Kremlin, Moscú.
Jaime Bedoya

Moscú. Cuando se llega a la capital rusa ni siquiera el fútbol debería hacer perder de vista la magnitud histórica del suelo que se pisa, el del país más extenso del mundo. El mismo que alguna vez fue imperio, luego superpotencia comunista, y ahora federación que ensaya carisma mundial entre Zabivaka y el exagente de la KGB que es, a la fecha, su bienamado presidente, Vladimir Vladimirovich Putin.

Pasando por el detector de metales de rigor, ubicuo umbral de todo lo ruso, al ingresar al Kremlin —literalmente, ‘fortaleza’— uno se encuentra con un ambiente más cercano a un amable parque con iglesias que a una fortificación militar. Tremendo error darlo por inocuo. Ríos de sangre han corrido por esas paredes.

Dentro del museo del Kremlin, apacible y delicado se ve uno de los vestidos de la princesa alemana Sofía de Anhalt-Zerbst, cinturita de avispa gracias al poder del corsé. Ella, esposa por conveniencia del zar Pedro III, sería quien con empeño aprendería ruso, daría un golpe al inútil que tendría por marido y se convertiría en la déspota ilustrada de la época dorada del imperio bajo su nombre ruso, Ekaterina. Esa cinturita era la que alguna vez tuvo Catalina la Grande.

Catalina fue una de las mujeres más poderosas de la historia. Y, a su manera, una de las más modernas. Se educó a sí misma, estableció correspondencia con Voltaire y las mejores mentes de la Ilustración, fundó el museo Hermitage, le ganó la guerra a Turquía y combatió la viruela en su gran territorio con una novedad científica llamada vacuna, siendo ella la primera en recibirla. No nacida rusa, se hizo tal y digna reina de todas las Rusias.

Se hizo también una celebridad popular por el solo hecho de ejercer su sexualidad. Tuvo amantes en cantidades que nadie se hubiera tomado la molestia de contabilizar en un hombre. Ella les daba cariño y una provechosa pensión, como a su asesor Grigori Potemkin, que luego daría su nombre al célebre acorazado, valga el doble sentido. Ellos, además de recíproco afecto carnal, se dieron espléndidas carrozas que ahora lucen parqueadas dentro del museo del Kremlin. Antes hamacas amatorias, hoy artefactos tristemente inmóviles para beneficio de la observación extranjera.

“¡No eran amantes, eran admiradores!”, corrige voluntariosa Galina, severa pero querendona guía turística que sale en defensa del buen nombre de la emperatriz. Y, acto seguido, como para atajar cualquier interrogante sobre la presunta muerte de la Grande al pretender amar un caballo, procede a contar la historia de Dimitri I el Falso, zar de origen polaco a quien sacaron del Kremlin a patadas y balazos por ponerse faltoso ante la cultura rusa. Ya muerto tiraron su cuerpo a los perros, quemaron lo que quedaba de él, y dispararon sus cenizas desde un cañón que apuntaba a Polonia.

Sandra, peruana que escuchaba a Galina, abrió los ojos impresionada. Gesto al que la rusa respondió con un contundente y admonitorio “¡Nosotros somos así!”.

Desde esa tarde empecé a caminar por Moscú con un redoblado sentido del honor, y pensando cómo podía ser posible que tanto imbécil con teléfono anduviera alegremente faltándole el respeto a las mujeres rusas. Hay temas que solo se resuelven a cañonazos.

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