[Foto: Trome]
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Jaime Bedoya

El 31 de enero de 1966, a las 5:40 de la mañana, el mundo se volvió un poco mejor. Nacía un bebe que llevaría por nombre legal el de Andrés Hurtado Grados. Su influencia habría de llegar al prójimo a través de su apelativo de batalla: Chibolín.

Su infancia, plena de carencias, la remontó con esfuerzos precoces. Siempre sacándole una sonrisa a los demás a través de un talento para el baile y la traviesa trasgresión de manierismos de género. Esta gracia indefinible y polémica se volvió gusto culposo de seguidores secretos.

En la televisión un par de caracterizaciones suyas marcaron un antes y un después al momento de definir el entretenimiento familiar. Estas eran sus fonomímicas de Luz Clarita (“Luz Gordita”) y de Liza Minnelli. Dos clásicos del burlesque intergénero, arte difícil y traicionero porque se pega.

El siglo XXI marcó una nueva metamorfosis: Chibolín volvió a ser Andrés Hurtado. Esta vez lo era cabalgando una bestia televisiva sabatina de cinco horas de duración. En su mismo nombre planteaba la ontología narcisística que lo definía: Porque hoy es sábado con Andrés.

Su asistencialismo salpicado de entretenimiento y regodeo metatextual se hizo el deleite de una mayoría silenciosa y desdentada, extasiada por el divismo del hombre con la sonrisa más cegadora de la televisión andina. La luz reflejada en sus dientes es un anticipo del resplandor que se ve al momento de morir.

Con la dolorosa dureza a la que los padres a veces se ven obligados, Hurtado despidió ante cámaras a su talentosa primogénita Josetty, coconductora del espacio. “Necesito más de ti”, le dijo a su hija hablante de cuatro idiomas que acababa de bajar 22 kilos de peso para remontar un tenaz acoso sobre su apariencia física. Acto seguido le encomendó que viajara a los Estados Unidos para traerle entrevistas en inglés al Hombre Araña, a Robert de Niro y a Salma Hayet (sic). “Si no lo logras, no vuelvas”, fue su fuerte ultimátum.

Josetty regresó antes a pesar de no haber conquistado ni un tercio de la misión. Le tocaba estar al lado del padre. Dos cálculos renales, uno en el riñón y otro en la uretra, habían postrado en la clínica San Pablo al entertainer.

Su audiencia observó en vivo la tomografía que registraba la retención urinaria posoperatoria que aquejaba a su divo benefactor. “Todos estamos contigo”, le decían vía microondas, mientras una reportera mostraba el catéter que hacía verter de la humanidad de Chibolín un líquido ambarino teñido de magenta. Su sangre.

Todo lo anterior queda en lo anecdótico ante el último anuncio de Porque hoy es sábado con Andrés. El cosmobiólogo Rubén Jungbluth, que ha dedicado 40 años al estudio de los astros para, entre otros aportes, confirmar los efectos de las mascotas en el bienestar de sus amos, dictaminó el pasado sábado tres verdades cosmogónicas en torno a Hurtado: a) que ha nacido bajo la marca del cetro y la corona; b) que el color violeta le pertenece, y c) que en las elecciones del 2021 la primera opción de triunfo la tendrá un acuariano. Andrés Hurtado, Chibolín, es acuariano.

Sin alejar la nalga de la jeringa, Hurtado confirmó ante el cosmobiólogo dos de las adivinaciones: confesó que por las noches duerme todo de violeta. Y luego dijo que dejaba su candidatura presidencial en manos de esa entidad anónima y masiva, su público.

Habría que ser soberanamente arrogante, ahogarse en un estado de negación frente a las leyes del absurdo y del infortunio que gobiernan nuestra historia contemporánea, para desechar la posibilidad de oír formalmente la frase “Chibolín presidente”.

Los astros pueden haber decidido que eso es lo que nos merecemos.

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