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No existe una forma adecuada de procesar el dolor. Existen maneras idóneas, prudentes, esperables y deseadas, pero no adecuadas. La adecuación contiene un sentido de singularidad, de peculiaridad, que la exime de valoración. Juzgar algo de inadecuado es arrogante, estúpido o inútil, en todo caso, presuntuoso. ¿Quién puede reclamar a otra persona cómo procesar su pérdida, su estrés o su depresión? ¿Desde qué altar moral llegarían esas filípicas? No existe límite para el duelo por encima del que, razonablemente, demarca la ley.
Entramos ya en terrenos peligrosos, más aún en medio de una pandemia. Pero ésta ha producido un efecto curioso. O quizás solo lo ha exacerbado: entender a la pobreza, al sufrimiento y finalmente a la muerte como una empresa lucrativa. Si evitamos a los mercaderes tradicionales de la desgracia, como sepultureros y floristas, y sacamos de la ecuación a negocios difíciles de justificar, como el sicariato y el expendio de nicotina, encontramos que esta época ha descubierto dos nuevas formas de sacar réditos del infortunio ajeno: la pornografía de la pobreza y la mercantilización del espacio público con fines dudosos.
Lo primero es conocido y grotesco: un sujeto decide rebuscar las calles de Lima para regalar dinero a mendigos y ambulantes. Si su intención es compasiva o no es irrelevante. El hecho es que registra en vídeo cada donación, la difunde por redes sociales y obtiene, a cambio de sus dádivas, popularidad -o su equivalente en “likes”-, además de reportajes televisivos y otros beneficios mediáticos. ¿Lo que fastidia de su proceder es la impudicia o el ejercicio de marketing, es decir, la construcción de un personaje a costa de los desfavorecidos? ¿O más bien el problema con él es que busca convertir una transacción en solidaridad, empatía? Sea cual fuere el caso, Osito Lima ha cruzado un umbral: la limosna no es un espectáculo. Una sociedad que no entiende ello, o peor aun, que lo anima, ha hecho crac.
Lo segundo es novedoso: una empresa de vallas publicitarias difunde un mensaje de despedida: “Beatriz Solís-Rosas, el cielo se ganó contigo”. Abajo del mismo, un reclamo: “Paneles para decir adiós”. El paseante, al ver dicho anuncio, sufre una suerte de consternación. ¿Es esta una necesidad de aquellos que no han podido transitar su duelo de manera convencional? ¿Publicitar el dolor ayuda a procesarlo? ¿Es un servicio que se ha puesto a disposición de lo más de 50 mil peruanos que han fallecido en la pandemia o es un capricho a disposición de pocos? ¿Qué cliente encargó esta campaña? O, más terrenamente, ¿es simplemente un “trucho”, una de esas ideas elaboradas deliberadamente por publicistas avispados para ganar premios internacionales? En cualquiera de los casos pareciera haber una capitalización de la pena, una que no teme entrar abiertamente en el terreno de lo macabro. Cuánto más útil hubiera sido disponer de esos paneles para reforzar la educación sanitaria o hacer aleccionamiento cívico.
Las catástrofes, por más que el buenismo y el voluntarismo sostengan lo contrario, no son nunca oportunidades. Son catástrofes.