Confesiones de un granuja
Confesiones de un granuja
Jerónimo Pimentel

Llevaba el pelo corto; Laura diría que una aprendiz de estilista había intentado con él un corte romano. Tenía los ojos negros y vivos —Eloy habría dicho alegres y pendejos—, pero como su rostro era lampiño, como si nunca hubiera tenido el menor asomo de barba, su aspecto era más bien infantil, como de niño grande, con el solo contraste de la mirada adulta y el brevete. Combatía el calor con un bividí de imitación de los Lakers, un short de jean deshilachado en las costuras y usaba algunas pitas de colores en las muñecas, que seguro encerraban otros secretos. Su taxi era típico: un station wagon de color blanco, de esos que antes importaban en Tacna con el timón cambiado. El trato fue cordial.
     —¿Cuánto al Colegio de Abogados?
     —Diez soles.
     —Ocho.
     —Vamos.
     —¿Por quién va a votar? —pregunta, respetando un usted que pronto desaparecerá. El pasajero deja su celular en la mochila y busca el retrovisor.
     —No sé. ¿Tú?
     —¿Tienes hijos?
     —No.
     —Yo tengo mihijita —señala—. Qué no he hecho por ella.
     —¿Qué no has hecho?
     —¿Eres policía? —pregunta.
     —No. 
     —Pero eres abogado…
     —No, es una referencia. Por mí que incendien el Colegio. ¿Qué dices que has hecho por tu niña?
     —Varias cosas.
     El pasajero saca la mano del bolsillo y busca, nervioso, el pestillo de la puerta.
     —¿Cuántos años tienes?
     —27. No me juzgue, yo sería incapaz de robar. 
     —¿Has robado?
     —Sería incapaz. No soy violento. Además, míreme, maestro, así como soy pierdo. No puedo arranchar una cartera y salir corriendo. Nooooo, eso no es para mí.
     —¿Qué es para ti?
     —He llegado a tener 150.000 soles en mis manos. Así como escucha, doctor: 150.000 soles en mi colchón. Todo por mihijita.
     —Me equivoqué de carrera.
     —Yo trabajaba en un grifo. Ahí me contactó un tío. El trabajo era fácil: uno ve cuándo entra un pata con fichas. Tienen carrazos. O cuando te piden llenar el tanque. Ahí ya sabes que están forrados.
     —¿Clonabas tarjetas?
     —Nooooo, yo no soy clonador. Yo no sé nada. Pero teníamos un psicólogo. Un tío caña que nos enseñaba. La información está en la cabeza de las personas, decía. 
En ese momento levanta la mano y se apunta la sien, como repitiendo el gesto de Abimael a Ketín.
     —¿Qué hacías entonces?
     —Primero, ubicar al cliente. Cuando me daban la tarjeta yo la pasaba por una máquina para copiar la cinta magnética. Eso no se puede ya, todas tienen chip. Pero antes era fácil. Luego hacía como que pasaba el POS pero marcaba cero cero cero cero en vez del consumo. Y le daba el POS al cliente. El pata metía su clave y salían los números. Ahí mismo yo sapeaba y le decía que la tarjeta no había pasado. Reseteaba el POS y pasaba la tarjeta, normal. Pero ya tenía la clave. Le echaba su gasolina y el pata se quitaba tranquilo. 
     —Eres un estafador.
     —Noooooo, no hable así. Solo a la gente con plata. ¿Tú sabes cuánto se puede sacar de un cajero por día?
     —¿Dos mil soles?
     —Mil dólares. Pero hay que ser vivo, pues. Yo iba a un cajero a las 11:59 de la noche. Ahí sacaba una. Luego a las 12:01, otra vez. A veces el cajero bloqueaba la tarjeta por “operación sospechosa” y nada, nos quitábamos. Listo.
     —¿Y cómo se repartían el billete?
     —50-50.
     —¿Y así ahorraste 150.000 soles?
     —Así es, macho. Pa’ mihijita.
     —¿Y no te agarraron?
     —Sí, claro. Hasta ahora sigo firmando.
     —¿Firmando qué?
     —Cada mes tengo que ir a firmar. Métete a Google y pon “Tío Jimmy”*. Ahí sale todo.
     — ¿Pero te encanaron?
     — Noooo, no te digo que había ahorrado. Le di 40.000 lucas a un abogado pa’ que rompa mano como loco. Y me sacó. Pero tengo que ir todos los meses a firmar.
     —¿Así nomás?
     —Así es, viejo. La plata es el mejor abogado.
     El auto se detiene en la cuadra tres de Santa Cruz. La curva que da pase a El Olivar, en Mariano José de Arce, a pesar de que un letrero señala claramente el sentido de circulación, genera atascos diarios. Todos ignoran la señal o se hacen que la ignoran y tratan de ganar la calle que da al parque. El pasajero duda: ¿este es un cínico, un amoral o un simple y vulgar ladrón? ¿Ha vivido la paternidad como una condena, la peruanidad como una condena o es un simple sobreviviente al que haríamos mal en juzgar? No hay tiempo para dudas ni para reproches; ni siquiera para intentar un llamado a la conciencia, menos al final de una conversación en la que la curiosidad ha vencido al civismo. Pero sí hay tiempo para una pregunta. 
     — Acá nomás. Sí. Oye, no me dijiste por quién ibas a votar tú.
     — Por Keiko, causa. ¿Qué más va a ser?

(*) https://goo.gl/UP0YPb

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