[Fotoilustración: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel

En medio de la campaña electoral más insípida que se recuerde, hay pocas opciones para sobrevivir al letargo. Algunos harán un esfuerzo por ignorar la propaganda, a pesar de su exasperante ubicuidad; otros, los menos, harán proselitismo para convencernos, con no poco esfuerzo retórico, de que tal candidato es menos lamentable que aquel; los más se verán obligados a zambullirse en la anomia y esperar, como siempre, a que en la cola de votación un rayo de luz alumbre a un tipo que en cualquier otra situación calificarían de impresentable. La democracia peruana es aquello que ocurre entre estas epifanías.

Otra salida es huir. Literalmente. Por ejemplo, enrumbar al kilómetro 101 de la Panamericana Sur y voltear a la izquierda en el acceso a La Capilla. La carretera está asfaltada y lleva al pueblo de Santa Rosa, luego del cual es posible tomar una trocha afirmada que, después de unos minutos, conduce a las Lomas de Asia. Si quiere reducir este refugio natural en una palabra, se podría decir que es el paraíso.

El paraíso posee unas diez mil hectáreas de propiedad de unos cinco mil campesinos asianos. Los datos no son precisos y la telenovela judicial detrás de la historia de posesión, compra-venta y negociados oscuros es un tema que, por esta vez, preferimos obviar. Resulta mejor, ya ahí, entregarse al verdor que, provocado por la niebla, ha logrado imponerse en las estribaciones andinas.

Quien nos guía es Francisco, que se detiene a señalar el musgo, los árboles de tara recién plantados, la perfección de la begonia octopétala, el renacer de la flor de Amancaes, cómo crece desavisadamente el tabaco silvestre, la manera en la que los líquenes sirven como indicador de la salud del bello ecosistema que empezamos a recorrer. Es un buen contador de historias, Francisco. Sabe atraer la atención de los niños, conoce la frontera entre el juego y el susto, habla de culebras y jergones, y advierte también sobre lo impertinente que resulta tirar piedras a la madriguera de las vizcachas con el único propósito de verlas. Con una precisión asombrosa distingue a un gorrión americano a lo lejos y señala también cómo el minero pico grueso, más confiado ante la presencia del hombre, busca caracoles en la humedad para reventarlos contra las piedras y comer.

Las Lomas de Asia, como todo paraíso, es feroz. La avispa azul, un insecto terrible de más o menos cinco centímetros, pica a las tarántulas que pululan por el follaje y les inyecta un veneno que las paraliza, oportunidad que aprovecha para arrastrarlas a su nido y depositarles un huevo del que, luego, saldrá una larva; en su momento, la avispa recién nacida tendrá como primer alimento a la araña gigante, que será devorada viva, lentamente, con el cruel cuidado de no comprometer ningún órgano vital para que la cena dure fresca el mayor tiempo posible. En el índice Schmidt de dolor por picadura, este parásito ocupa el límite máximo de la escala, el número cuatro, solo por detrás de la hormiga bala. Es posible entonces sentir un poco de compasión por los arácnidos. “¿Han visto Alien?”, les pregunta Francisco a los chicos. Ellos callan mientras los adultos nos sumergimos en un poco de nostalgia ochentera.

La añoranza se confunde con inmersión y esta condiciona el sistema límbico. Uno siente ganas de registrar todo lo que ve y, a la vez, un impulso enorme por dejarse llevar. Los sentidos están estimulados, pero no hay sensación de peligro. La inmensidad invita al silencio; el silencio, a la introspección. Paradójicamente, esta grandeza sugiere la idea de que todo bienestar se encuentra cerca. No se puede distinguir ya ninguna forma de ruido. Todo lo que se escucha forma parte de un mismo horizonte acústico.

Subimos por encima de los 900 metros y en las cuestas la senda está fangosa, resbaladiza. Es invierno. Paramos a tomar aire, volvemos la mirada atrás, y Francisco nos sugiere imaginar las lomas de noche, bajo la luz de una luna llena. Sus ojos brillan imitando el resplandor del luar. Por un momento me pareció ver que esto había sido Lima hace doce mil años y que, con toda seguridad, era un mejor lugar.

Ya de regreso nos topamos con una lechuza muerta. El guardalomas la atisbó entre la maleza, al borde del camino. No parece haber muerto de vieja, dijo. Tampoco tiene signos de haber sido víctima de la cacería furtiva. Me acerqué desde la curiosidad de quien ignora todo lo referido a la ornitología forense y solo me pareció ver un pájaro muerto. Estaba tumbado con el pico arriba y las alas rígidas y semiextendidas, la posición en la que reposan todos los pájaros cuando mueren. Pero este era especial. Francisco le tomó una foto.

No vimos, debo decirlo, zorros costeños ni vizcachas ni halcones. Pero ahí están. Y que estén es bastante más importante que nuestra ansia y nuestro voyerismo. Esa lejanía, esa sana indiferencia por el ser humano, es totalmente reveladora: no somos necesarios. En eso consiste la superioridad moral de la vida silvestre respecto al espectáculo que ofrecen los animales arrimados en el zoológico o amaestrados en el circo.

De regreso a la capital, conté seis perros y un gato liquidados en la carretera. Pero para entonces solo pensaba en lechuzas. En lechuzas muertas y avispas gigantes.

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