Una duna, por Jaime Bedoya
Una duna, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Las dunas caminan, envejecen, hasta cantan si le creemos a Marco Polo, que atravesó mundos cubiertos por ellas. 

Caminan empujadas por el viento, convirtiéndose en un abrazo que acoge la dirección del aire dominante aunque este siempre se les escape. Envejecen cuando el tiempo les va restando arena para seguir creando paisaje igual pero sin ellas. Y cantan, según el viajero deslumbrado por la pólvora y los tallarines, para confirmar si están a solas en el arenal. Quién no quiere compañía en el desierto.

La duna solitaria y persistente que justifica el nombre del hotel Las Dunas en Ica sigue ahí. Estuvo ahí hace casi treinta años cuando mi padre nos trajo con el pretexto de un fin de semana, pero se intuía un tema más serio. Entonces trepé la duna sin problemas, hasta con rapidez. 

Hace treinta años, desde lo alto de la duna, se veía el resto del desierto, más elegante y extenso que la ciudad, y todo el hotel, que antes era más pequeño. Veía a mi padre y a su amigo, de gran cabellera totalmente blanca, sentados en una terraza, pisco en mano, recibiendo la bondad de la brisa desértica por la tarde, cuando la arena libera el calor reunido durante el día.

De cerca era notoria una mancha verduzca en el pelo blanco del amigo. Decían que era la pena, lo que había pasado. En el vértice de la duna era visible cómo el viento la tallaba, llevándose la arena grano por grano. Susurraba.

* * *

La tensión había empezado meses atrás. Una llamada telefónica, los gestos inocultables, las repetidas salidas intempestivas por la noche. En un momento el tema saltó a los periódicos y a la televisión. Su amigo el general de la Fuerza Aérea había sido secuestrado por los terroristas.

El tío Héctor era una figura de afecto referencial en casa tal como lo eran sus hijas, amigas de mis hermanas y precoz alboroto nuestro. Blanquísimo el pelo, risueño y pequeño como un Papá Noel de bolsillo, se transformó en un rostro adusto y amenazado retratado al lado de encapuchados. Le iban a cortar una oreja, o matar, si no se pagaba el rescate. Así eran esos días.

Mi padre desaparecía por las noches. Luego supimos que asistía a una casa en la que estaba el teléfono al cual llamaban los terroristas. Primero eran solo insultos, ablandamientos para mejorar la transacción. Luego se dispuso un interlocutor profesional para recibir las llamadas. Querían dinero, comunicados políticos en la prensa, y reparto de alimentos en su nombre para demostrar que la causa del MRTA era virtuosa. Cuando les decían que liberen a Héctor Jerí colgaban. Detonaron una bomba en la puerta de su casa, con su familia adentro. La esposa del tío lloraba con mi madre; su hija, con mi hermana. Así eran esos días, así de virtuosa la causa.

Lo liberaron al cabo de casi cuatro meses. Se vio en los noticieros el reparto de víveres. Del dinero, si lo hubo, y adónde se fue, no hay idea. Pero apenas se calmó todo, las dos familias nos fuimos al hotel Las Dunas en Ica.

* * *

Volver a trepar la duna ahora, casi treinta años después, fue una proeza menor. Desde arriba era claro que la ciudad había crecido, siempre fea y desordenada. El hotel también. 

Pero ahí donde antes estaba la terraza donde mi padre y el tío Héctor recibían el viento en silencio, los volví a ver mientras la duna susurraba a mi lado. Quién no quiere compañía en el desierto.

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