Ética del plagio
Ética del plagio
Jaime Bedoya

Lo que ha hecho el candidato Acuña respecto al plagio de su tesis de doctorado es imperdonable. Oportunistamente ha querido sumarse a una vasta y mayoritariamente discreta comunidad que se ha visto ofendida por su deshonrosa impericia. 

No hay defensa posible de su desprolijo actuar, siendo imperativo que la más severa condena moral recaiga sobre él. Esto hay que decirlo en salvaguarda de esa mayoría silenciosa que, teniendo el valor de aceptar que en algún momento de apremio recurrió al plagio como último recurso de supervivencia académica, lo hizo siempre dentro de unas reglas tácitas de conducta y bajo la premisa obvia de no ser sorprendidos en el acto. Acuña es una falsa vergüenza para el gremio y una amenaza para el ejercicio noble del plagio como cotejo sutil, jamás robo, de una fuente mejor informada.
    
Todos los comprimidos apuntes clandestinos, tallados de carpeta y miradas de reojo que alguna vez propiciaran desinteresadamente superar la valla del 10,5 a un adolescente fascinado con la lasitud y el ocio del fin de semana merecen un desagravio frontal [1]. 

El servicio proporcionado al educando por estos paladines del ocio no puede verse comprometido por la mala praxis de una suerte de bandolerismo analfabeto y sin bandera, que presupone que hasta el atajo intelectual tiene un precio, asumiendo erróneamente por ello que el arte de la copia es ajeno a un código de honor.

Debe quedar meridianamente claro que hay etapas y graduaciones en el ejercicio aceptable, y en algunas ocasiones lógico, del plagio. A menos que alguien haya descubierto tempranamente una vocación irrefrenable por la química y/o los crucigramas, aprender de memoria en tercero de media el símbolo y número atómico de los 119 elementos de la tabla periódica es una tarea sin música, un castigo existencial, una pesadumbre espiritual que en nada se compara a invertir esas horas estériles de paporreteo en descubrir la primera fascinación por la mirada, la piel y el olor de otra persona. O, en caso de su ausencia, en indagar acerca de las posibilidades de otros sucedáneos manuales. Para lo primero, basta y sobra la copia. Pero lo segundo merece dedicarle la vida.

Desnaturalizar este recurso coyuntural de asistencia externa es no entender la naturaleza misma del acto: si bien se trata de un préstamo no autorizado, jamás podrá ser apropiación modificadora de su autoría. La norma no escrita establece que por lo menos se ha de ser capaz de leer lo que se precisa reproducir, acto que implica modestia y reconocimiento ante ese buen samaritano, el verdadero autor de palabras que nunca serán suyas.

El robo vulgar, el cogoteo intelectual, este bujiazo académico que nos convoca, trasgrede el código de honor del mencionado subterfugio, bastardizando una tradición —la del copista— que se remonta a la antigua Grecia, cuna civilizadora, luego enriquecida en el Medioevo por el sacrificio del monje de claustro, verdadero soldado al servicio de la copia culta. Copia hecha para compartir conocimiento, no para apropiarse falazmente de él.

Polvos azules, amazonas, libreros de semáforo, escolares en vacacional enarbolen su bandera a media asta.

[1]    Muchas veces, el meticuloso trabajo intelectual de compactar la información a su mínima expresión tenía una función pedagógica. Lo que hacía felizmente innecesario el recurrir al plagio. 

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