[Ilustración: Mind of Robot]
[Ilustración: Mind of Robot]
Jerónimo Pimentel

Tomaba desayuno con Alonso en La Tiendecita Blanca cuando Joaquín Ramírez entró al lugar. Su llegada causó un sordo revuelo en ese rincón de Miraflores. Algunos comensales se paralizaron y otros se pararon a saludar con una mezcla de miedo, rechazo y atención, las sensaciones naturales que despierta un dirigente fujimorista investigado por la DEA cuando cruza una puerta. Los que sentimos alergia por el poder hicimos una mueca de desaprobación y proseguimos nuestros asuntos. En realidad no pudimos. Al minuto César Acuña, rodeado de séquito y guardaespaldas, ingresó al local acomodándose el saco. Como soy escéptico con las coincidencias por deformación profesional, ensayé una excusa para ir al baño y comprobar la reunión. El disgusto se convirtió en tuit y escribí: “César Acuña y Joaquín Ramírez desayunando en La Tiendecita Blanca. No sé si pedir la cuenta o salir corriendo”.

La palabra, en las redes sociales, es una especie dudosa. Inmediatamente, amigos y usuales exigieron una comprobación fotográfica de mis palabras. Al inicio no entendía bien por qué, en tanto no era lo mío en rigor una denuncia, así que le pregunté a Alonso cuánta vergüenza le daría que me pare y retrate a dos sujetos de historial cuestionable y fortuna dudosa, con el riesgo de que sus matones nos den una paliza o de que convirtamos el placentero ambiente del tradicional café miraflorino en el escenario de un enfrentamiento. Él respondió pidiendo la cuenta.

A pesar de que siempre abordé la política como una rama del debate cultural, recordé que estaba entrenado en las artes del camuflaje y la fotografía sigilosa por maestros como Carlos Saavedra, Víctor Ch. Vargas y Óscar Medrano. Por eso decidí disimularme al lado de la barra, donde descansan los periódicos del día. Muy mal debí hacerlo, pues, al verme inquieto, la mesera que nos atendía me preguntó si deseaba cambiarme de mesa, a lo que contesté con un “no, gracias” apurado. La mejor manera de desaparecer fue ir al baño y desde ahí recompuse mi plan.

Luego de esperar a que el Chupo Arriola desocupara los servicios noté, ya con poco sentido del decoro, que, si se dejaba la puerta del baño entreabierta, era posible captar una toma de la cita. Recordé, entonces, la máxima de Gilmar Pérez respecto al obturador: “Aprieta rápido, nomás, alguna saldrá bien”. Estaba, por supuesto, equivocado. El movimiento nervioso y el pulso alterado apenas lograron fijar una imagen movida en la que, a pesar de todo, era posible identificar a los dos políticos (llamémoslos de alguna forma). Cumplí, luego, con mi deber mediático, y ofrendé la prueba al mundo digital no poco contento con mi travesura.

Ya en la mesa con Alonso, y a la espera de la factura, mi celular cobró vida propia: las notificaciones se sucedían una a otra. Cuando estábamos por salir, vimos que llegaba un equipo de Canal N a hacer la tarea debida y, cuando me despedí de él, apenas pude notar que tenía cientos de avisos, decenas de llamadas y pedidos de lo más variopintos: un amigo periodista me solicitó, cortésmente, permiso para reproducir la imagen, a lo que accedí no sin sorpresa; otro, en cambio, me preguntó si acaso no tenía un video del encuentro, lo que resultó en una broma sobre Mamami Producciones; el más avezado, sin pudor, se atrevió a solicitarme que me siente al lado de ellos y los grabe subrepticiamente. El lector sabrá disculpar mi falta de instinto.

Ya en mi oficina, tuve el privilegio de constatar cómo una noticia deja de serlo y cómo la autoría es un derecho frágil. Por WhatsApp me llegaba mi propia foto como si no fuera mía y Canal N sindicó el crédito de la misma a “Gerardo Pimentel”, lo que quizá se deba agradecer, según me dijo un colega, “si es que hay represalias”. Perdí así el control de la bendita imagen y la vi difundida en noticieros, webs, periódicos y en redes sociales, sujeta a todo tipo de interpretaciones. Se me reportó que era trending topic, fui invitado a dos programas políticos que no lograron convencerme de que yo tuviera algo que decir al respecto y mis suegros me escribieron para preguntarme cómo así había dejado mi trabajo por el de periodista de investigación. El revuelo, por supuesto, no me granjeó nada, salvo 200 seguidores que pronto perderé cuando se percaten de que dedico la cuenta de Twitter, básicamente, a recomendar libros y seguir al Arsenal (junto con Daniel Alarcón y Juan Carlos Terry, una cofradía tácita).

Ya hacia la noche la caída de Alianza ante el Palmeiras fue un alivio y las descalificaciones al arquero Prieto y al lateral Cotrina empezaron a reemplazar la efímera atención que desperté a media mañana. Al día siguiente solo recibí uno que otro insulto de un fujitrol, y el burdo blindaje a Yesenia Ponce y el lío entre Meier, Apdayc y Latina borraron todo rastro de popularidad de este servidor. Me quedó por todo recuerdo un recorte de Publimetro, una posdata de Aldo Mariátegui, una portada en Expreso, una caricatura de Heduardo, una anécdota para contar en el próximo almuerzo familiar y una lección convincente sobre la dinámica de la información en la era de la posverdad.

Fue así que apagué el teléfono y me puse a trabajar.​

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