(In)felices fiestas, por Rodrigo Fresán
(In)felices fiestas, por Rodrigo Fresán
Rodrigo Fresán

Si ustedes están leyendo esto que escribí, ya saben dónde estamos: en el más festivo de los problemas. En eso que yo llamo la Zona (In)Feliz: dimensión espacio-temporal que abarca los días que van de Navidad a Bajada de Reyes y en los que, se supone, todos flotan en un limbo de paz en el mundo y ho-ho-ho y jingle-jingle y twinkle-twinkle y villancicos y se supo, se confirmó lo que todos sospechábamos: los villancicos hacen mal. Los villancicos te vuelven loco. Al menos así lo decidió el sindicato alemán de vendedores de tiendas que desde hace ya un tiempo exigió a los dueños de los grandes almacenes de Berlín que les dieran 15 minutos extra de descanso a los vendedores para así compensar y reponerse de la “crueldad mental” que significa trabajar ocho horas al día escuchando ininterrumpidamente esas vocecitas de ardillas anfetamínicas y esas campanitas resonando sin cesar.

Y esas cancioncitas son apenas el principio de la resaca. La Navidad como ciclotímica, inquieta, hormonal y por siempre adolescente. Si la Navidad fuera una de las edades del hombre, sería —a no dudarlo, coherentemente— la Edad del Pavo. Y lo más terrible de la Navidad & Co. no es la obligación de reunirnos con gente a la que optamos por no ver el resto del año; tampoco la demencial crecida de nuestro presupuesto en nombre de unas noches largas. No, lo terrible de la Navidad es que no solo nos obliga a repasar una y otra vez nuestra idea de la felicidad (en la que pensamos de reojo durante once meses y tres semanas), sino que, además, la pluraliza. Eso de, ya saben, “Felicidades”. De pronto es como si no bastara, no fuera suficiente, con la inalcanzable y singular y esquiva felicidad. Ahora, además, se impone la idea de varias felicidades, de muchas formas de alegría, del gozo automático y reflejo. La sonrisa como mueca y risas y campanitas y estrellita y a rebuscar bajo el arbolito lo que nos dejaron y descubrir todo aquello que no nos trajeron ni nos traerán. Jornadas, también, en las que se sacan conclusiones de lo sucedido en los doce meses anteriores (y en toda una vida) y se prometen imposibilidades para los doce meses que vendrán porque, de pronto, queremos tanto y creemos tanto y sentimos la imperiosa necesidad de querer creer en lo que sea. Así, compramos billetes de lotería, volvemos a ver los especiales televisivos del recuerdo, revisamos y relloramos “Qué bello es vivir” de Frank Capra, o alguna de esas con Santa Claus guarro o ladrón de bancos o asesino en serie.

Pero, más allá de variaciones públicas y apreciaciones personales, todos regresamos a las universales y plurales fuentes y al Big Bang y al Alfa del asunto: “Cuento de Navidad” de Charles Dickens (1843) y donde fantasma es la palabra clave (no olvidemos que el inmenso librito apareció originalmente con el subtítulo “Historia de fantasmas navideña”, haciendo más hincapié en lo espectral que en lo festivo), y el escritor inglés gana y nos hace ganar, cuando deja asentado que ese día doble que es el 24/25 de diciembre es terreno fértil para que pasten las apariciones. Dickens escribió su librito para huir de la tiranía de los folletines, para empezar y terminar algo rápido y muy comercial, porque estaba resfriado y no podía ir a las fiestas que tanto le gustaban; aunque “Mi padre no era un buen tipo”, se arriesgó a susurrar una de sus hijas una vez que hubieron concluido los fastos del entierro del escritor en Poets’ Corner, abadía de Westminster.

En su monumental y definitiva biografía, Peter Ackroyd arranca con “No resulta arriesgado afirmar que Dickens reinventó por sí solo la idea de la Navidad tal como la conocemos hoy: ese grupo familiar reunido para disfrutar de los placeres, el afecto y la esperanza, idealizado a partir de las tenebrosas visiones de su infancia donde, siempre, la tristeza, la miseria y la muerte crecían fértiles como fantasmas ciertos”.

Y es en la elección de lo fantasmal como vehículo para su historia lo que convierte la estrategia de Dickens en algo particularmente eficaz y perdurable: se sabe que la fiesta dura poco pero las apariciones son para siempre. La fantasía de Dickens funciona igual de bien que el primer día, porque se las arregla para hacer comulgar la idea del festivo “pavo más grande que haya” y las lucecitas en el árbol con la oscura culpa y el hambre insaciable de lo que pudo haber sido y no fue pero tal vez será.

Por eso, las cenas navideñas son como territorio material altamente inflamable. Por eso tanta sonrisita fácil procurando desactivar —casi siempre en vano— la súbita explosión temperamental, el disparo a quemarropa de los corchos, el regusto del pan amargo y la sed de venganza que se atribuye a la ingestión de frutos secos. Para eso están y por eso tenemos tantas ganas de que pasen de una vez.

Y que se nos pase.

Pero no todavía.

Tal vez la Navidad no sea un virus. Tal vez sea una droga. Alto poder adictivo. No se puede parar. Un compuesto químico que obliga a sonreír a todo el mundo, a abrazarse y a convencerse de que la felicidad es un invento posible. Así, la invención de la Navidad equivale a la invención de la felicidad. O viceversa. Así, los que se odian se abrazan resignados durante este limbo de siete días, porque —a no olvidarlo— nos vemos de nuevo para festejar otra improbable abstracción espacio/temporal.

La Navidad es un engaño que debe ser preservado a toda costa. Desde hace siglos, esta —y la existencia de ese hombre que baja por la chimenea— funciona como Mentira Original siseante y enroscada alrededor del tronco que une a padres e hijos. Así, se premia la buena conducta y la honestidad mediante la construcción de una falacia cuyo esclarecimiento tarde o temprano deja siempre un sabor amargo. Se deja de creer en Papá Noel y enseguida se deja de creer en el supuesto amor que sienten los padres entre sí y, por extensión, en el amor que profesan hacia uno, y la onda expansiva de esta decepción iniciática acaba por cubrir toda una vida.
Y la pregunta es, claro, ¿se cree en la Navidad o es la Navidad la que cree en nosotros?

Después, enseguida, todo vuelve a empezar como si fuera un año que empieza. Todo adquiere la textura lenta de un espejismo, o la sospecha de haberse vuelto bastante loco por unos pocos días, de haber sido poseído por un espíritu. Navideño. ¿Qué pasó? ¿Yo dije eso? ¿Yo le mandé una tarjeta a esa persona? Ahora, el librito de Dickens no parece tan eficaz.

Y crece una sospecha: para el 27 o el 28 de diciembre a más tardar, Ebenezer Scrooge ha vuelto a convertirse en un soberano hijo de puta que ahora espera a los tres Reyes Magos detrás del pino luminoso y con un viejo arcabuz en sus garras.

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