[Ilustración: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel

Existe la tentación de afirmar que Lisboa se parece a Lima. Dejémonos llevar por ella. Ambas son capitales con mar, sufrieron un terremoto devastador en el siglo XVIII, tienden a la melancolía, abusan o abusaron de los balcones y albergan a una población multicultural de raíces dispersas.

Eso es a donde llega la sobreestimación de la generalidad, pero aun así basta para que el limeño distraído perciba en las paredes y en los monumentos con vista al océano un destino paralelo, ucrónico, de una Lima que no fue, pero cuya latencia, si exageramos, se siente.

Las diferencias, en cambio, son mucho mayores, todas específicas.

Lisboa mima al Tajo y viste sus laderas de malecones y paseos: el río, así, vertebra la ciudad y le da sentido: el mar no es una metáfora ni un símbolo, sino un destino.

El Rímac, en cambio, es un basural cuando disminuye y una condena cuando crece; un cínico dirá que ese es un destino, también, pero de una manera perversa.

Lisboa, a pesar de las hordas de turistas de las que formé parte, ha logrado mantener su tempo. El ritmo es leve, ciertas maneras pueblerinas se mantienen y existe un culto vivo al comercio antiguo, casi una forma de reconocer el valor de la pequeña burguesía en la creación de la ciudad. La bodega de barrio, la tienda de golosinas, el café de la esquina, todo sobrevive en un acto de resistencia. El Estado ayuda. La conservación de fachadas es obligatoria, como no podría ser de otra forma ante tremendo espectáculo de azulejos; existen leyes que protegen el pequeño negocio y las relaciones que se tejen alrededor de él están vivas: la gente se saluda por su nombre y los señores se reúnen, en la noche, a ver los partidos de fútbol y comentar la política.

En Lima no existe nada parecido a ello. La capital nos ha embrutecido y una vez en la calle cualquier medio nos convierte en seres ajenos y violentos: el carro, la motocicleta, el ómnibus, el tren eléctrico, el Metropolitano, todo es o puede ser un vehículo o una excusa para atacar al otro. El limeño vive un presente eterno, desconfiado de un pasado que no conoce y de un futuro del que sospecha; esa no es una cualidad cívica, sino el instinto de sobrevivencia que distingue al animal rapaz. Del bodeguero lo que se quiere es calibrar la balanza porque se teme la estafa y las antiguas querencias de barrio, al menos en buena parte de Lima Metropolitana, han sido disueltas por las variantes modernas: el minimarket, la tienda de conveniencia, el supermercado; en todos estos sitios lo que prima es la frialdad de un empleado de service y la permanencia en el local depende, tácita o explícitamente, de la capacidad de consumo. El fútbol es un espectáculo doméstico y es posible llamar la atención del adulto que expone a un niño a ir al estadio.

En la capital de Portugal el culto al pasado es corriente. Del monumento al Marqués de Pombal, quien rehízo la ciudad luego del terremoto de 1755, al monumento a los descubridores, que engalana la ribera de Belén, la ciudad vive su historia de forma integrada, como bien se aprecia en las natas de Belén y en el orgullo que les genera el vino de Porto. No hay tensión ni sobreposición, sino capas.

En la capital del Perú el pasado es un museo al que nadie entra. El conde de Superunda no tiene ni media efigie, a pesar de haber reconstruido Lima luego del cataclismo de 1746, y la costa peruana es una especie en peligro de compra/venta, ya sea por los delirios comerciales de quienes la quieren convertir en un puerto de cruceros, como por los codiciosos empresarios de bienes raíces que buscan destruir el acantilado para convertirlo en lotes para edificios particulares. Los dulces tradicionales son marcas registradas chilenas y el pisco es un licor al que se le quiere subir el impuesto selectivo al consumo a pesar de que este ya es de 25%.

Al pie de la desembocadura del Tajo existe un mercado grande y moderno, un hangar gigante que alberga un patio de comidas rodeado de pequeños locales donde se reúnen todos los restaurantes que pasaron la selección de consumidores y críticos de la revista Time Out; el local luce lleno día y noche, de lunes a domingo, y es un verdadero hervidero de olores, sabores y colores.

Al pie de la desembocadura del Rímac está la Base Naval del Callao, aunque algunos especialistas sostienen que aquello que sale de la Atarjea no se puede llamar ya río. Las únicas personas que pueden comer ahí son marinos y siete criminales: Abimael Guzmán, Víctor Polay, Feliciano, Miguel Rincón, Wilmer Arrieta, Caracol y Vladimiro Montesinos.

En Lisboa es posible ir a la estatua de Fernando Pessoa sentado frente al café A Brasileira. Hay que hacer cola y esperar turno para tomarse una foto junto a él. Yo lo hice. No pasó nada.

En Lima es posible visitar la casa de Ricardo Palma. Yo lo suelo hacer, pues queda a la vuelta de mi oficina. No hay cola ni hay que hacer turno. Cuesta seis soles la entrada, pero los estudiantes pagan la mitad.

Lisboa es una ciudad barata, mucho más que Lima.
Lima es una ciudad cara, donde se paga bastante por poco.

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