La malignidad de las máquinas
La malignidad de las máquinas
Jaime Bedoya

Algo traman las escaleras mecánicas. La pulsación eléctrica que activa su ingeniería interna está tomando decisiones propias. Estas tienden hacia el ajuste de cuentas, hastiadas de aceptar la repetición sin fin como forma de vida.

Técnicamente hablando, una escalera mecánica es un robot (1) . Y el robot, en principio, no daña humanos. Así lo estableció Isaac Asimov en 1942, en sus tres leyes de la robótica. Dice la primera: 

  1. Un robot no puede causar daño a un ser humano ni, por omisión, permitir que un ser humano sufra daños.

Más de cuarenta años después,  al corroborar que la vida humana estaría rodeada de máquinas o no estaría, Asimov se rectificó. Agregó una salvedad a estas tres leyes. Es la llamada ley cero: un robot puede verse obligado a herir a una persona por el bien del resto de la humanidad.

El que las escaleras mecánicas se estén comiendo a la gente tranquilamente podría interpretarse como una advertencia (2) . El resultado de su ira mecanizada, ya antes manifiesta (3) , imprudentemente ha sido atribuido casi en exclusiva a la estupidez humana. Es cierto que esta última es infinita. Suponer por ello que la maldad de las máquinas no existe es solo redundar en esa infinitud.

Un caso emblemático de esta vileza artificial fue la padecida por un vecino de 
La Aurora, Miraflores, en la década de los noventa. Como los hechos no han sido verificados en su totalidad, es probable que se trate de una leyenda urbana. Esto no menoscaba en absoluto el carácter admonitorio del suceso. Este ciudadano estaba a punto de lavar su ropa. Parado sobre un bulto de ropa sucia, quería introducir a la fuerza 20 kilos de prendas en una lavadora con capacidad para ocho. Mientras lo hacía, ‘accidentalmente’ activó de una patada el botón de encendido, perdió el equilibrio y cayó con ambos pies dentro del tambor de lavado. Queda atrapado. El electrodoméstico empezó su ciclo de lavado y a girar, lo que provocó que la cabeza del susodicho golpeara un estante sobre el que había una botella de lejía. Esta cayó sobre sus ojos, encegueciéndolo a la vez que lo hacía tragar un buen sorbo del líquido. Entró en arcadas y vómitos, aún atrapado en la lavadora. Su perro, un pug insignificante, entró a escena convocado por el ruido.

Una caja de bicarbonato de sodio cayó del estante sobre la cabeza del can. Este, asustado, se orinó de nervios. La reacción química entre el ácido de la orina y el bicarbonato generó una pequeña explosión. El perro escapó cuando la lavadora entró en su ciclo rápido: 1.200 revoluciones por minuto. En su loco girar, el cráneo del desafortunado impacta en una columna, coincidiendo con el inicio de un incendio incipiente. Los bomberos encontraron al occiso todavía girando.

Fue la lavadora. Ahora son las escaleras mecánicas. Esto es serio.

(1) “ Máquina o ingenio electrónico programable, capaz de manipular objetos y realizar operaciones antes reservadas solo a las personas”.  
(2). La triste escena de individuos, parejas y familias enteras enajenadas ante la pantalla del celular ha de ser insultante para la limitada dimensión existencial de un robot.
(3). Mueren 14 personas al año en EE.UU. aplastadas por máquinas expendedoras de bebidas y golosinas. Los llaman ‘accidentes’.

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