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La grandeza de Maradona se puede reconocer en el hecho de que abordar su figura de forma integral es imposible. Alrededor de él surgen decenas de batallas culturales relacionadas a campos de discusión tan disímiles que sopesarlos en un solo juicio es, por lo menos, torpe o injusto.
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El chauvinismo argentino lo tuvo de bandera por el gol a los ingleses, pero la izquierda populista latinoamericana vio en su amistad con Fidel Castro y Hugo Chávez un patrocinio ideológico continental gratuito que no dudó en aceptar.
La gesta italiana con el Napoli lo convirtió en adalid del sur pobre contra el norte rico, de la misma forma que su origen seducía a las fuerzas anticapitalistas de Buenos Aires. Pero las semifinales de Italia 90, y su debilidad por el glamour y la farra desinflaron ambas narrativas hasta hacerlas dudosas o poco reconocibles.
El genio verbal del argentino —solo comparable al de Ali— fue una fiesta eterna para periodistas y paparazzi.
El feminismo lo rechazó por las múltiples acusaciones de abandono, agresión e incluso pedofilia que tuvo durante su vida. Sin embargo, con la misma fuerza, busca ahora apoderarse de él como símbolo: “Diego era nuestro, profundamente villero, profundamente de barrio y eso tiene una conexión con el feminismo popular que es indestructible”1.
Con los medios de comunicación, el volante tuvo una relación amor/odio extremadamente tóxica. El genio verbal del argentino —solo comparable al de Ali— fue una fiesta eterna para periodistas y paparazzi. Quizá parte su talento, como lo señaló alguna vez Caparrós, haya consistido en saber utilizar esa hiperconciencia mediática. El ejemplo más contundente de ello se dio cuando tomó la radical decisión, por primera vez en la historia del fútbol televisado, de celebrar un gol con una cámara de TV (es decir, con miles de millones de personas) y no con la tribuna. Pero esa disposición por el fraseo, tan próxima a la sabiduría popular, era el reverso de una personalidad tan violenta que no dudaba en amenazar e incluso disparar a periodistas.
Su genio deportivo fue también inconsistente: soportó muy pronto una fuerte adicción a las drogas y quizá solo tuvo, como asegura Jonathan Wilson, cuatro temporadas gloriosas en su vida (de las quince que puede tener un futbolista en su vida profesional, aproximadamente). No obstante, su exhibición en México 86 es, por mucho, la más importante que ningún jugador de fútbol ha tenido nunca en un Mundial y, en el conteo de minucias, se podría hacer un buen argumento de su grandeza solo con el registro de sus calentamientos, legendarios y virales.
Asediar a un hombre y explotarlo hasta que no quede nada él es una forma de liquidarlo. Otra es reducirlo a lección o fábula triste.
Esta gravedad y admiración alrededor de él, de su juego, de su pie han dejado una herencia cultural enorme: el cúmulo de libros, canciones, documentales, largometrajes, oraciones, relatos, murales, homenajes, anécdotas y confesiones es absolutamente abrumador, tanto que no resiste comparación con cualquier otro fenómeno originado por el deporte. Esa es la verdadera magnitud de su figura y la razón que lo convirtió, incluso vivo, en una reliquia en disputa, jaloneada por intereses ajenos, pero débil en el centro, sobre todo en las dos últimas décadas, cuando su declive se hizo evidente, vergonzoso.
Asediar a un hombre y explotarlo hasta que no quede nada él es una forma de liquidarlo. Otra es reducirlo a lección o fábula triste. Los amantes del fútbol recordarán con alegría y emoción el brillo del primer asombro y, bajo esa luz, sus delitos y exabruptos se harán invisibles. Otros lo valorarán moralmente por su peor comportamiento: las sombras, las caídas. Entre esos extremos, nos ubicaremos los demás.