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Jaime Bedoya

Hace algunos meses leí en un boletín municipal, es decir, alguien los lee, que la Municipalidad de Miraflores había recibido en donación la biblioteca personal de Antonio Cisneros. Recordé haber estado frente a ella. Su dueño hablaba con natural coloquialismo mientras la silenciosa muralla de papel y tinta avalaba el decir sin pretensiones del poeta.

Y en esta mesita escribo, agregó presentando con algo de pudor el impecable orden de su mesa de trabajo. Parecía un servicio de té inglés.

Lo de la donación de su biblioteca, además de ser un bello gesto propio del Antonio que conocí, me recordó a Drácula y a su hijo en este tierra, Bela Lugosi. Esto se debía a una conversación con Cisneros que debe haber sucedido hacia fines de la década de los ochenta. Cisneros contaba que estaba escribiendo un poemario sobre Drácula, la inmortal invención nocturna del irlandés Abraham Bram Stoker. Quería entrometerse poéticamente en el círculo íntimo de Mina Murray, Jonathan Harker y Lucy Westenra, los ingenuos que creyeron poder acercarse al conde a pesar de su sedienta seducción.

A ti que te gustan esos asuntos, ¿no tendrás algo sobre el tema?, preguntó. Tenía. Lo último era un libro con un vampiro en la portada que acababa de traer de viaje. Creo que estábamos en el Glotons o en el Sargento Pimienta. Definitivamente era de noche.

El libro que le presté se llamaba Bela Lugosi, biografía de una metamorfosis, de Edgar Lander. Suponía un recorrido detallado por la vida del actor húngaro que había muerto diciendo: “ ¡Yo soy el conde Drácula, yo soy inmortal!”. Se lo entregué en condiciones virginales. Nadie lo había leído aún.

Tiempo después salió publicado el poemario de Cisneros: Drácula de Bram Stoker y otros poemas, bajo el sello de una editorial uruguaya. El poemario reinventaba a los personajes en sus temores y fatalidad, mientras que sugería entre tinieblas la figura del conde. El lenguaje era exquisito y las metáforas tenían el sello visual del autor:

      Ni tus mejores besos en la nuca (ahí donde recojo mis cabellos)
         ni este dolor de muelas pueden por el momento siquiera
                                                  postergar
         la certeza de una vida agotada, inútil como un violín sin
                                                  cuerdas.

No sabía que podía relacionar esos poemas delicadamente lúgubres con el libro dado en préstamo. Imaginaba que nada. La única manera de saberlo era leyendo el libro en cuestión. Cisneros murió en el 2012. La pena sepultó una duda idiota.

Tardé meses en poder visitar la biblioteca donada por Antonio. La encargada del Centro Cultural Ricardo Palma me explicó que siendo más de cuatro mil volúmenes aún no estaba a disposición del público. Igualmente abrió una puerta de vidrio y me dejó revisarla. No tenía anteojos y no podía leer claramente los lomos, y si bien distinguí mucha poesía, definitivamente no había ninguna señal de Lugosi. Le expliqué a la cordial señorita la anécdota y que no pretendía recuperar el libro, solo verlo: atesorar un recuerdo amistoso que atravesara despreocupadamente el más allá. Me dijo: “Llámeme luego, tengo en un Excel todos los títulos que donó el señor Cisneros”.
No estaba el de Bela Lugosi. Ese libro desapareció como los hematófagos lo hacen ante la luz solar. Pero viene en camino un nuevo ejemplar. El mismo que una vez leído será depositado junto a la estatua del poeta en el malecón Cisneros1 para que cualquier interesado en el lado oscuro de la vida, pero con vista al mar, lo lea. Luego deberá dejarlo ahí, y así sucesivamente. Al que no lo haga una leve maldición local lo perseguirá.

Pisar caca, por ejemplo.

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