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Jaime Bedoya

¿Qué hace un hombre cuando otros hombres queman mujeres?
La pregunta es barbárica, triste y tardía, pero real. Está sucediendo. Lo absurdo de la misma sitúa a la masculinidad en una encrucijada que se alivia en la solidaridad o el deslinde, con indignación seguramente honesta, pero en cualquier caso insuficiente. La mujer ya está quemada. En algunos casos, muerta.

El feminicidio se ha convertido en triste sustancia estelar de la vida contemporánea. Su cronología, de una periodicidad tenebrosamente exponencial, está destronando a la dosis matinal de tragedia automovilística: hombre acuchilla, hombre viola, hombre quema. Hombre mata a mujer, mata a mujer, mata a mujer.

El documental de la BBC sobre el caso de Harvey Weinstein que circula por cable desmenuza la densa red de abogados, periodistas y detectives privados que tenía el productor hollywoodense a su servicio. Gracias a esa cobertura pudo esconder durante décadas un procedimiento sistemático de acoso y abuso sexual. El asesinato simbólico.

En el Perú las agresiones no necesitan de tanto. Suceden ante cámaras. Desde la jalada de pelos en un hotel hasta la piromanía en transporte público. Y no pasa nada. O peor aun, vuelve a pasar. O peor que lo peor aun, la máxima autoridad de la nación atribuye el sociopático designio humano a un imponderable divino.

Eso dinamita la esperanza —que tiene que ser cierta— de que no es la aceptación sino la educación el mejor antídoto contra la brutalidad cotidiana. Educar a tiempo evita que crecer sea el proceso en que un niño desatendido se convierta en un salvaje adulto. La educación salva vidas. La resignación solo sirve para darle ambiente a los velorios.

Pero mientras tanto —porque aquí ya estamos tarde— la pregunta sigue pendiente: ¿qué hace un hombre cuando otros hombres queman a mujeres?

Un sexagenario sordomudo que viajaba en el mismo autobús que Eyvi Ágreda ni siquiera se hizo la pregunta.

Su nombre es Hilario Huarancca. Cuando vio que la mujer a su lado ardía, intervino inmediatamente y trató de apagar el fuego con las manos. Se las dañó, y ahora no puede trabajar como lustrabotas, que es lo que es.

No sé si lo que hizo ese hombre de 61 años califica como respuesta para esa pregunta que da vergüenza hacerse.

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