"El resto es Silencio", por Jaime Bedoya
"El resto es Silencio", por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Al tío Emilio en secreto le decíamos tío Emily.
Embutidos todos en la camioneta Datsun, entre toallas, pititablas de tecnopor y tápers que emanaban el vapor húmedo y levemente ofensivo del huevo duro, lo veíamos salir de su casa y acercarse al auto con un brinco grácil, vaporoso y dudoso. Cada vez que hacía eso nos mirábamos y sonreíamos entre nosotros sin saber por qué. “Chicos, nos vamos a la playa”, anunciaba desde el asiento de copiloto, mirándonos a través del espejo bajo el tapasol, donde él mismo se daba una última revisada antes de devolverlo a su lugar.

El camino era largo pero sin interrupciones, ventajas del modesto parque automotor de los setenta. Posiblemente, Radio Miraflores transmitía alguna canción de The Eagles, música que combinaba perfectamente con el carácter amable y dulce de la tía Valeria, la conductora. No teníamos claro si el tío Emily era su hermano, su primo o su amigo, y sinceramente no importaba. Más relevante era dedicarse a contar los Volkswagen escarabajo de color blanco a lo largo del camino.
    
La llegada al destino se anunciaba por la presencia de la isla en forma de ballena al lado derecho de la carretera. El Datsun se esforzaba con entusiasmo por desarrollar velocidad sobre el asfalto, pero en realidad parecía que la isla ballena era la que avanzaba nadando en sentido contrario, hacia Lima. Ballena, no hagas eso, pensaba.

A pocos kilómetros de ahí la tía Valeria doblaba hacia la derecha y enrumbaba camino al acantilado. Al llegar al borde el tío Emily alzaba la voz para acompañar la canción de la radio y la altura permitía contemplar la belleza silvestre, desolada y pura de la playa con nombre de secreto. El Silencio.

En la playa había lo que había antes en las playas: arena y mar. Nada más. El táper de huevos duros quedaba como faro y punto de retorno y nosotros éramos libres para dedicarnos a tareas playeras urgentes, como explorar los colores y texturas de los granos de arena; adentrarse en la fugaz privacidad del tubo de las campanas que reventaban en la orilla; o desarrollar la habilidad marina, nadando donde ya no había piso, aprender a adelantarse al tumbo noble pero artero, lento y pesado como un elefante, que aparecía en El Silencio cuando el mar estaba grande. El riesgo bienvenido era que te cogiera la licuadora: una revolcada de arena y agua que raspaba y trajinaba como si un gigante quisiera abrazarte sin romperte las costillas.

Mientras lo anterior sucedía, el tío Emily se dedicaba a una prolija exposición solar ataviado de breve ropa de baño que sabíamos se llamaba olímpica, asistido por un arsenal de aceites bronceadores que perfumaban el espacio en torno a él con aromas de coco y trópico. Una vez, regresando de una de sus caminatas, lucía alterado y con la respiración entrecortada. En su conversación con la tía Valeria entendí que algo desagradable había encontrado al dar la vuelta en la curva que delimitaba la playa y empezaban Caballeros y Señoritas. Pronunció una palabra que nunca había oído antes: muladar. Sonaba asqueroso.

Las excursiones a El Silencio acabaron junto con la infancia. El aprendizaje en sus orillas se fue a otras playas. Volví a El Silencio con algunas de mis personas favoritas. Ahora presumo que lo hacía con la intención secreta —como su nombre— de querer regresar y compartir el momento irrepetible del descubrimiento marino con otra piel.

Los resultados fueron diversos. Pero un caballero no tiene memoria. Solo buenos recuerdos.

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