Robi (Draco Cornelius) Rosa
Robi (Draco Cornelius) Rosa
Jerónimo Pimentel

1996 fue un año que ahora parece estar bastante lejos. Me remito a pruebas: MTV aún tenía algún interés por transmitir música, lo último en Internet era un servicio de correo electrónico gratuito llamado Hotmail y la canción de moda era “Macarena”. Como dice el poeta, es menester desconfiar de las falsas nostalgias: no hemos sido felices.
Pero había consuelos. Ese año aparecieron "If You’re Feeling Sinister" de Belle & Sebastian y "Odelay" de Beck; aunque los más adelantados discutían los nuevos lanzamientos de Low, Modest Mouse, Guided by Voices y Tricky. Yo, reaccionario, me encontraba en reconciliación con el idioma. Había descubierto tardíamente a Caifanes ("El silencio"), a esa suerte de spin-off que es La Barranca ("El fuego de la noche" es uno de los actos más subestimados de la década) y sentía curiosidad por todo aquello que se cifrara en español y pudiera llamarse rock, reconozco, con cierta debilidad por el crossover.
    MTV tenía muchas responsabilidades entonces. Las chicas —hoy señoronas— aprendieron a pintarse el pelo de colores estrambóticos imitando a la VJ argentina Ruth, mientras que los chicos —hoy padres panzones— aprendían nuevas formas de disfuerzo por culpa de unos sujetos llamados Alejandro y Arturo. Había, sin embargo, un chileno que, por lejos, era el más enterado de la fauna de afectados que fungían de presentadores. Se llamaba Alfredo Lewin y era algo así como la respuesta fome a Gerardo Manuel Jr. Conducía el programa "Headbangers" y eso, para una generación que se educó sentimentalmente en el heavy metal, transmitía respeto. Fue él quien una tarde recomendó con énfasis el primer disco de un tal Robi Draco Rosa, al que elogió en exceso, bastante más allá del protocolo habitual de la cadena. El videoclip se titulaba “Madre Tierra”. El nombre me hizo desconfiar, pero pronto la potencia del tema me dejó intrigado, en una posición incómoda. En él se veía a un portorriqueño gótico sobremaquillado contorsionándose alrededor de unas frases entre ecológicas y misticoides, bastante ajenas al ideario natural del rock. La música, sin embargo, era excelente: fuertes riffs de guitarra, cierta cólera convertida y algunos pozos de quietud tensa. La juventud consiste en aprobar o denostar el mundo pero esta vez yo no había podido decidir. ¿Quién era y qué quería Draco Rosa?
    Fui a Phantom a comprar la placa, "Vagabundo", y pronto, a la primera pasada, me di con la sorpresa de estar ante una obra maestra. El registro de Rosa era amplio y ecléctico: cuando amenazaba con virar al metal duro, como en “Brujería”, reculaba y se dejaba llevar por una clara vocación por el rock lento, como aquel que canta en “Penélope”, una composición donde hasta la lluvia matinal se encuentra iluminada. El deslumbre tenía contraparte, un lúgubre himno a Tánatos bautizado como “Blanca mujer”. En el arco, matices de miserabilismo bien recibidos por un espíritu predispuesto al quiebre. El marco, si se permite la clasificación, tenía como fronteras dos grandes canciones lastimeras: “Llanto subterráneo” y “La flor del frío”. Para escuchar el disco había que apagar la luz.
    En esos años Google no existía y el motor de búsqueda más fiable era Metacrawler. Luego de una rápida pesquisa, la web vomitó una verdad dolorosa: Robi Draco Cornelius Rosa era en verdad Robi Rosa, exmiembro de Menudo y, para más señas, compositor de hits de su viejo amigo de la  boyband, el popularísimo Ricky Martin. ¿Es posible imaginar un golpe más duro para un universitario en busca de verdades absolutas que descubrir que su ídolo, el por entonces llamado poeta maldito del rock, no era sino el vulgar artífice de los éxitos masivos del nuevo rostro del pop latino?
    Ese día volví a casa (para acceder a la red era necesario ir al laboratorio de computación de la Facultad de Ciencias) con una profunda decepción. Sin embargo, la molestia no era plana, sino inquieta. Puse de nuevo "Vagabundo" y lo escuché tres veces seguidas. No me podía convencer de que el disco fuera malo, aunque tontamente intenté buscar los resquicios, los puentes invisibles que acercaban “Delirio” o “Vivir” con, ay, lo que con el tiempo serían la balada “Vuelve” y el megahit 
“Livin’ la vida loca”. El problema era que cada vez que buscaba esos enlaces la música se enredaba en mí: las letras se hacían más evocativas, las tonadas más memorables, el ritmo más inconsciente; descubría en la impostación vocal virtudes histriónicas, e incluso las rimas fáciles, que antes hubiera ignorado, me parecían ocurrentes. "Vagabundo" se había impuesto y yo no lo podía evitar. Decidí entonces hacer la tarea. Vi la película "Salsa", de la cual Rosa es protagonista, y hurgué más de lo recomendable en la historia de Menudo, aunque me deleité también con "Maggie’s Dream" y, con los años, con "Songbirds & Roosters", su nueva entrega. Sentí una profunda ilusión cuando leí que era posible que Draco reemplace a Scott Weiland en Stone Temple Pilots, y me deprimí como si fuera su primo cuando supe que era víctima de un cáncer. Y luego reviví con su curación.
    Cuando en el 2004 Robi editó "Mad Love", todo empezó a encajar. La música, el arte, no se construye necesariamente a base de exclusiones. El mito del artista incomprendido y en confrontación social es eso, un mito, y si bien esa postura ha engendrado bastante del arte más salvaje de la historia, también ha habido lugar para aquellos capaces de conciliar su necesidad expresiva con el gusto mayoritario sin que ello sea un gesto de capitulación ni de condescendencia. A ese tipo de artista lo llamo anfibio, bifocal, y ese gesto de escisión es el que celebraré el próximo 9 de junio cuando Cornelius Rosa se presente por primera vez en Lima. Lo maravilloso del concierto es que no tengo la menor idea de qué versión del artista saldrá a escena, ni a qué parte de su repertorio apelará. ¿No es eso fantástico?

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