[Ilustración: Getty Images]
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Jaime Bedoya

Manejar un auto en Lima es ir muriendo de a pocos. Desangrarse vitalmente en una inmovilidad improductiva que te roba el tiempo con mortal parsimonia. Mientras, en la radio, puede ir sonando un reguetón, o, peor aún, el pensamiento metafísico de la congresista Rosa Bartra.

Este perjuicio habría de ser cuantificado de una manera medible al conductor. Una advertencia dramática tal como la que ayudó a tumbarse el consumo de cigarrillos. Dos horas de manejo equivalen a perder tres horas de ganas de vivir o a una semana de profunda desazón sentimental, por ejemplo.

El cálculo no habría de ser arbitrario, sino científico y sustentado con indicadores. Existen. Cuando uno se sumerge casi voluntariamente en un caos que es mitad disfuncionalidad vial, mitad enfermedades mentales no diagnosticadas en movimiento, una respuesta hormonal desde el hipotálamo plantea una respuesta fisiológica primaria: luchar o huir.

Desde el interior de un auto atrapado en un atasco en el zanjón, no existen muchas opciones de fuga. Entonces un golpe de adrenalina impulsa a mostrar los colmillos, agresividad que, acompañada de una caída de la serotonina, regulador del ánimo, logra que la poca o mucha inteligencia emocional acabe al fondo de la maletera. Y empieza el cruce múltiple de mentadas de madre sobre el asfalto entre quienes siempre están llegando tarde a todo.

Las formas del comportamiento entre masas, donde ventilar violencia se vuelve un acto públicamente placentero, auspician la última pérdida de las formas. El síndrome del que en su casa no levanta la voz, pero grita en el estadio. La invasión imaginaria del espacio proxémico, esa última reserva de privacidad geoespacial, se extrapola como la peor ofensa posible. Que lo es, además.

Las recomendaciones para evitar caer en estas arenas movedizas de estrés vehicular son tan bien intencionadas como inútiles. Respirar hondo. Escuchar música. Votar bien, esa ilusión. Evitar contacto visual con el indeseable que insulta y provoca. Pensar en qué haría Jesús.

Lo que Jesús haría, en su dimensión de uno y trino, podría ser terrible. Podría pensar en que lo único que queda es desatar la ira de Dios a mansalva y hacer que su furor consuma a los incivilizados como el fuego a la paja: un rayo bíblico abriría un foso húmedo y sin fondo en medio del zanjón al cual se verían arrastrados los que textean mientras manejan, los que cambian de carril sin avisar, los que bloquean intersecciones, los que meten el auto, los que tocan bocina en un atolladero, y ese largo etcétera que conforma el conglomerado de incapacitados para la convivencia motorizada en sociedad.

Todos juntos se hundirían en el pantano eterno destinado a aquellos decididos a hacerles la vida insoportable a los demás porque sí. Ahí abajo, como amenidad, podrían encontrarse con la bancada congresal fujimorista deliberando si el señor Vizcarra merece ser el presidente o no.

Pero como Jesús es Jesús y es bueno, solo pensaría brevemente en este acto terrible, pero haría otra cosa, la correcta. Les cedería el paso con una sonrisa beatífica mientras le dicen: “Sal de acá, mamarracho”.

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