Un cuento dominical: El último sueño
Un cuento dominical: El último sueño
Redacción EC

ANA LUCÍA SALAZAR

Una noche soñé que moría al revés. Desperté en un cubículo revestido de telas blancas satinadas que amortiguaban mis movimientos, como el mismísimo útero del que venimos todos, con la misma oscuridad que me hacía sentir que flotaba en plena inexistencia. Fue la luz del día la que me pilló ‘in fraganti’, los rayos que se filtraron al abrir la puerta de mi ataúd los que me forzaron a cerrar los ojos y soltar mi primer gemido, el de un ser somnoliento a quien le ha llegado la hora de luchar por su primer aire.

Ante mí se extendía un canal de tierra abriéndose paso hacia el cielo, una vía dibujada con raíces, lombrices y otros rezagos de vida nueva como la mía. Rostros diversos se asomaban por el borde, todos desconocidos para mí pero con la misma sonrisa pintada. 

¿Pero cuál era ese milagro que despertaba en ellos el don del asombro? ¿El del nacimiento o el de la resurrección? Sin importarles si mi origen era así de sombrío o luminoso me tendieron las manos, las cuales alcancé tras ponerme de pie sobre el fondo del ataúd. Dos fuerzas contrarias tiraban de mí: la humanidad y un hilo invisible de origen terrestre que acabó por quebrarse tras el tercer intento. Sin embargo, esta ruptura causaría un eco en mi interior, una reverberación de ondas que le dio cuerda a mi corazón.

No sabía de qué color se vestiría el mundo para recibirme, un mundo cuya cara occidental llora a los muertos de negro y la otra los celebra de blanco. No hubo necesidad de discernir: entre las ropas de colores de mis anfitriones era yo quien se sentía desnudo. Y desnudo estaba hasta que sus manos me vistieron con pantalones de algodón y camisas de punto, dejándome descalzo para así iniciarme en la comunidad de los seres andantes. 
Dos personas sostuvieron mis brazos para ayudarme a dar mis primeros pasos, forjando así mi nuevo vínculo. 

A diferencia del hilo frágil de mi incubación, esta nueva conexión era como una atracción magnética hacia la superficie, que me condenaba a caer solo en esa dirección y así no irme flotando hacia el espacio.

¡Ay de nosotros, humanos que nacemos con amnesia, que no tenemos ningún recuerdo de cómo fuimos recibidos al llegar a este mundo, ni de las lágrimas de alegría ni las sonrisas melancólicas, dejándonos ser admirados y observados pero no al revés! 

Yo doy fe del festín para los sentidos que es el exterior para un recién nacido. Recuerdo los frutos y semillas que me ofrecieron en su estado natural en lugar de triturados, las flores que volvían a plantarse tras ser extraídas de los arreglos y coronas, ¡acercarme a la gente para decirle mis primeros holas, en lugar de ellos venir a darme sus últimos adioses! ¡El poder tocar la pala con que ellos se turnaron para retirar pedazos de tierra hasta llegar al ataúd, y verlos bailar libremente rompiendo las filas de procesión! 

Y el sol bailó con nosotros, trazando su curso hasta dejarnos en plena tarde, dejando un fugaz rastro verde tras de sí. Y tras tenderme en el suelo y dormir, soñé que siempre hubo alguien velando mi descanso en paz.

Hace años que salí del sueño de ese sueño, y espero con impotencia el momento a partir del cual el tiempo deje de darme la ventaja y tome el mando a pasos agigantados. Espero y veo el reloj, el cual, misma pintura de Dalí, empieza a escurrirse de mis manos, su tic tac haciéndose cada vez menos frecuente, al igual que el de mi corazón.

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