[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
Renato Cisneros


La plaza de Huácar está escoltada por el templo de San Miguel Arcángel, el primer centro de evangelización de la región. Su campanario, oxidado y amarillo, es el mirador más alto de todo el valle. De lejos, la iglesia parece una basílica. De cerca, un retablo resquebrajado. Es el mismo templo donde Cartagena ofició durante años y que ya luego, desmoronado por chubascos y aguaceros, debió ser reconstruido y fortificado. En aquel campanario, además de anunciar los acontecimientos del pueblo golpeando el hierro de las campanas con el badajo, Gregorio escondía a los niños que escapaban del maltrato de padres alcohólicos y a los varones que huían de la tunda de algún marido cornudo.

Esa mañana nos atendió el párroco Víctor Fabián, un hombre bajo, cilíndrico y hablantín que arrastraba una túnica gigante que le borraba los pies, y avanzaba como un aparecido deslizándose sobre las mayólicas.

    —Padre, buscamos unas partidas de bautizo —le informé después de darle los buenos días.
     —¿De quiénes? —preguntó, hojeando unos papeles.
     —De los primeros hijos de Nicolasa Cisneros —contestó el tío Gustavo.
     —¿De qué años estamos hablando? —se interesó. Recién nos prestaba atención.
     —Entre 1828 y 1837 —dije—. ¿Será posible hallarlas en el archivo de la iglesia?
     —Imposible —contestó—. Los libros de la parroquia se quemaron en 1945, cuando estaba por aquí el padre Anatolio Trujillo.
     —¿Qué ocurrió? —indagó el tío Gustavo.
     —Fue un domingo. El parte oficial decía que un rayo incendió la parroquia, pero los ancianos de la comarca sospechaban del padre Anatolio porque ese día acabó la misa antes de la hora, decomisó las limosnas, botó a los feligreses y trancó las puertas. Una hora más tarde, después de robarse las coronas de la Virgen y las alhajas de San Miguel, le prendió fuego al templo. Pero eso se supo tiempo después. Al principio todo mundo creía que se trataba de un accidente.
     —¿Cómo se enteraron de que el fuego había sido provocado?
     —Un monaguillo murió carbonizado. Encontraron su cuerpecito abrazado a una columna. Un montón de huesos manchados. Cuando el padre Anatolio se enteró, no pudo cargar con la culpa y confesó todo.
     —¿Quedó algo?
     —El templo se salvó, pero el archivo no. Cenizas nomás quedaron.

En la plaza de Huácar hay un busto de Simón Bolívar y una placa herrumbrada que acredita su paso por este pueblo en 1823, año en que conoció a Gregorio Cartagena, convocándolo para que lo ayudara a engrosar su ejército.

El párroco Víctor Fabián dice que mucha gente lucra hasta hoy con el recuerdo de la visita del Libertador. «Las agencias de viaje han hecho un negocio de todo eso», se quejó esa mañana. Según él, hay montones de guías turísticos que timan a los extranjeros llevándolos a un cuartucho anexo a la iglesia donde les muestran una cama con dosel y columnas de bronce, y les cuentan que Bolívar durmió allí.

     —Los gringos se lo creen y se toman fotos, pero es puro cuento para sacarles plata —nos dijo.
     —De quién es la cama, entonces —preguntó el tío Gustavo.
     —Un obispo de Ambo la donó a la parroquia hace treinta años. Era de una de sus abuelas, que murió de paperas. Nadie quería quedarse con la cama, por eso la trajo.

En los contornos, frente a la iglesia de San Miguel Arcángel, hay una botica mal abastecida que atiende las veinticuatro horas, una sastrería sin sastre, una comisaría sin comisario, y una bodega llamada Wilder, igual que su dueño, un hombre que atiende a los clientes sin moverse de su hamaca. El decorado del perímetro concluye con la escuela secundaria más importante de la localidad, ubicada frente al templo, en el jirón Comercio. Su nombre: “Institución Educativa Pública Gregorio Cartagena”. En el frontis, al lado de un escudo color aceituna, pueden leerse los preceptos que el colegio propugna: “Disciplina”, “Honradez”, “Responsabilidad”.

"La distancia que nos separa" (Planeta, 2015), de Renato Cisneros, fue uno de los libros más vendidos de la FIL Lima 2015.
"La distancia que nos separa" (Planeta, 2015), de Renato Cisneros, fue uno de los libros más vendidos de la FIL Lima 2015.

Esa mañana de agosto del 2012, el director se había reportado enfermo y su despacho estaba cerrado. Igual nos dejaron recorrer los tres pabellones del edificio, por donde deambulamos buscando sin suerte un retrato de Cartagena. Me pareció inverosímil que ni maestros ni alumnos —casi todos hijos de arrieros y agricultores, provenientes de los caseríos de Acobamba— hubiesen visto antes una imagen del personaje que daba nombre a su lugar de trabajo y estudio, y que, además, ofrecieran versiones discordantes y claramente disparatadas sobre su biografía. Al principio se mostraron chunchos, renuentes a colaborar, presas de un mutismo sospechoso, pero bastó que uno abriera la boca para que el resto se animara.

Algunos decían que Gregorio había sido un dadivoso curandero o vidente español que sufría de alucinaciones, que hablaba de la trasmigración de las almas y obraba ocasionales milagros gracias a sus poderes síquicos, y mencionaron el “célebre caso” de la mujer ciega de nacimiento que vivía en Pachitea, que tenía las pupilas rojas como ciruelas, a la que el cura Cartagena devolvió la visión restregándole los párpados con el agua de una acequia y limpiándoselos con una réplica del santo sudario. Otros declaraban que había sido un navegante fluvial de ojos celestes, altísimo y jorobado, que vivió años enteros entre los bejucos de la ribera del río Huallaga y que llegó a convertirse, nadie sabía cómo, en el primer y último comendador de la ciudad de Huánuco. Y hasta hubo un profesor, el responsable de la biblioteca del colegio, que sostenía muy convencido que Cartagena había sido un famoso y acaudalado militar caribeño, patrocinador de la gesta de Bolívar, que ya de viejo se marchó a la selva detrás de una mujer albina de cabellos plateados, hija de los primeros colonos austro-alemanes de una zona ubérrima conocida como Codo de Pozuzo, y que allí se quedó hasta su muerte, causada por envenenamiento tras la mordida de un impreciso animal.

Dejé Huácar con la impresión de estar desocupando un capítulo de la historia de mi familia que había permanecido clausurado, tapiado por siglos. Salvo el tío Gustavo, nadie había mencionado nunca aquel lugar. Al recorrer sus callejuelas, midiendo la respiración de la gente, el desorden de las construcciones, el volumen de esos cerros que parecían atentas deidades sentí que descorría un velo inmemorial, traspasaba una frontera e ingresaba a un territorio donde los vivos y los difuntos podían convivir de manera amigable, formando un elenco de presencias titilantes como bombillas gastadas.

Esa mañana escribí en mi libreta:
“En este lugar se conocieron Nicolasa y Gregorio. Aquí aprendieron a amarse y a esconderse. En el aire se puede aspirar el miedo que los abrumó. Lo que debe haber sufrido Nicolasa callándose. Lo que debe haber llorado. No es fortuito que Huácar signifique precisamente eso: llorar”.

Portada de "Dejarás la Tierra" (Planeta, 2017), de Renato Cisneros
Portada de "Dejarás la Tierra" (Planeta, 2017), de Renato Cisneros

NovelaDejarás la Tierra
Renato Cisneros

Editorial: Planeta
Páginas: 344
Precio: S/45,00

* * *
Un sábado fuimos a buscar a Virgilio Luzuriaga, un médico e historiador cuya memoria es considerada la caja negra de Huánuco. Luzuriaga es un hombre orondo, de cabellera blanca y unos ojos negrísimos que, aumentados por las lunas de sus lentes, parecen los de una salamandra en cacería. Estudió toda la Primaria en un salón que tenía escrito sobre la pizarra el nombre de mi bisabuelo, “Luis Benjamín Cisneros”, y desde el primer día sintió ganas de saber quién había sido ese señor.

Nos recibió en su consultorio, una habitación algo oscura al interior de una pequeña clínica ubicada a tres cuadras de la plaza mayor. Sentado tras su escritorio, de espaldas a una vitrina donde podía apreciarse una cantidad indeterminada de frascos vacíos, cráneos rotos, volúmenes de medicina despellejados, dentaduras postizas, relojes de arena atascados y un sinfín de objetos rociados de polvo, Virgilio Luzuriaga lanzó una hipótesis sobre Gregorio Cartagena que nos desconcertó y que se sumaba a las teorías delirantes que habíamos escuchado en Huácar, aunque esta resultaba menos absurda.

“Cartagena era colombiano”, afirmó. “Se dice inclusive que era quintacolumnista de Simón Bolívar, quien lo habría enviado al Perú como espía y agente de sabotaje”. Agregó esto último apoyando las dos manos sobre la mesa, abriendo su mirada anfibia para escrutarnos. De todo lo que dijo esa mañana, sin embargo, eso no fue lo más interesante. Lo que sí se me grabó como una cicatriz instantánea fue el comentario que un renombrado historiador le hiciera veinte años atrás, cuando Virgilio pretendió averiguar si el cura Cartagena, como ya se farfullaba desde entonces, tenía algo que ver con la familia Cisneros. El historiador lo desaconsejó diciéndole: “No investigue usted eso, Virgilio, que sobre esas cosas hay que poner un manto de silencio porque gente muy respetable puede salir dañada. Lo invito cordialmente a que lo olvide”.

Un manto de silencio. Gente dañada. Olvido.
Escribí en mi libreta esas palabras así: juntas pero independientes, encadenadas por puntos seguidos, como si fuesen el verso de un poema minimalista o inconcluso, las claves de una historia todavía misteriosa. La exhortación del historiador a Virgilio Luzuriaga revelaba una costumbre que, en el Perú, o en ciertos sectores del Perú, tiene el peso de una tradición que se cumple ritualmente: la costumbre de proteger con el silencio. O más bien de creer que el silencio protege. En mi familia, como en muchas, acaso todas, hay gente proclive a callar, a no contar, a no decir “más de lo debido”, a recurrir a la prudencia para “no dañar”, a forzar el olvido con tal de que ciertos episodios no salgan a la luz. No vaya a ser que lo estropeen todo.

[Foto: Juan Ponce / Archivo]
[Foto: Juan Ponce / Archivo]

Es periodista, poeta y narrador. Actualmente es columnista de Somos. Cisneros es autor de cuatro poemarios, Ritual de los prójimos (1998), Máquina fantasma (2001), Nuevos poemas italianos (2007) y El laberinto de las espadas (2008). Ha publicado, además, el libro de relatos Busco novia (2008); y las novelas Nunca confíes en mí (2011), Raro (2012) y La distancia que nos separa (2015).
      Dejarás la Tierra, su última publicación es un spin off de La distancia que nos separa. La presentación del libro será el sábado 22 de julio, a las 16:00, en la sala Blanca Varela de la , al lado de Santiago Roncagliolo.

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