[Ilustración: Mind of robot]
[Ilustración: Mind of robot]



Cuando se discuten inclinaciones políticas o económicas, nadie se define a sí mismo como mercantilista, pero en la práctica la función del empresariado peruano solo puede ser descrita de esa manera. Del cartel de los pañales al club de la construcción, de Chinchero a las donaciones de la Confiep, lo que nos deja claro el capital peruano es que busca la colusión, la prebenda, la ventaja. No son noticias nuevas. Ajenos al aumento de la productividad, a la creación de valor, a la innovación, a los retos que sus pares enfrentan en el mundo con orgullo, los empresarios se reducen en el Perú a un rol oportunista: aliarse con la dirigencia para calcular cuánto dar y cuánto recibir. El más exitoso es quien apuesta mejor.

En su inseguridad, o quizás por culpa de ella, cualquier intervención ciudadana ajena al lobby —es decir, cualquier iniciativa que no contemple obedecerlos en silencio— les aterroriza, desde los octógonos en los empaques de alimentos hasta las discusiones sobre la necesidad o no de regular un monopolio en el mercado de la salud. No son estos dilemas nuevos, desafíos que ponen a prueba la fortaleza intelectual de sus portavoces; son más bien polémicas superadas hace mucho con consensos claros de instituciones técnicas, avances a los que el Perú, sin ánimo de cambio y casi resignadamente, se resiste aún. No importa. La idea para ellos no es acercarse a la verdad, transparentar información o enriquecer el debate ciudadano: se trata más bien de dilatar, bloquear y medrar para mantener el mayor tiempo posible condiciones que pueden ser injustas, nocivas para el mercado o incluso dañinas para el consumidor, pero que les aseguran márgenes de ganancia.

Los moderados creemos que se debería ir con mucho cuidado, en una república, al momento de plantear si mercado y salud o mercado y educación son conceptos que deberían ir juntos en una misma frase sin ninguna atingencia. Pero los voceros del capital sostienen que como ha sido debe ser y tratan de reescribir la historia para que esta inicie en 1992, que no es precisamente el mejor de los inicios. Como se ve, el conservadurismo es la expresión natural de esta idiosincrasia. Así sea un conservadurismo mísero, en tanto no se puede tener nostalgia por sostener las bases que han parido un país anémico, mal educado y poco productivo.

No existe, por tanto, la necesidad en el Perú político de plantear un debate de fondo acerca de la libertad, por lo que la variante progresista de la derecha, en este país, no tiene representación. La resistencia al liberalismo, un atavismo antiintelectual de la reacción, es una paradoja trágica. Como lo ha señalado ya Marco Sifuentes, es sorprendente cómo la derecha peruana resiente tanto la figura de Mario Vargas Llosa siendo este, sin asomo de duda, el ilustrado más notable de todos los que se cuentan en esa orilla en América Latina.

Se supone, en cambio, que Fuerza Popular sería el partido de derecha que, en el imaginario de la antiizquierda nacional, se dedicaría a resguardar la democracia reconquistada de las amenazas populistas de la región. Otra versión, autoproclamada electoralmente por el segundo fujimorismo, se arrogaba la creación de una derecha moderna que buscaba dejar atrás “los errores del pasado” con el fin de crear un partido institucional y democrático.

Sea cual fuere su objetivo, Fuerza Popular ha fracasado. No solo por su necio ejercicio del poder legislativo, que lo está llevando literalmente a la disgregación, sino porque su expresión parlamentaria ha perdido el sentido del ridículo. Los ministros forzados a salir del Ejecutivo en menos de dos años (Saavedra, Vizcarra, Martens, Thorne, Zavala), así como los dos intentos de vacancia presidencial (si contamos el que parece inminente cuando se escriben estas líneas) deberían bastar para entender la entraña de una mayoría desnortada, malherida y sin propósito dirigente.

En el plano propositivo es cuando se vislumbra mejor esta desnutrición ideológica. Mientras el país enfrenta su más grave crisis política en los últimos 18 años, Fuerza Popular cree urgente homologar al Perú con las teocracias islámicas en términos de libertad de opinión. El congresista Tubino, un militar que no dudó en firmar el acta de sujeción de Vladimiro Montesinos, ignora que la libertad de expresión es, sobre todo, la libertad de ofender. Lo ignora a pesar de que es una conquista occidental con más de tres siglos y que, al menos por la manera en la que lleva sus redes sociales, él mismo la ejerce con las maneras de un estibador pasado de copas. Poco antes su colega Rosa Bartra logró lo imposible: alzar a los ‘millennials’ contra un objetivo común por la llamada “ley del esclavo juvenil”. Su olfato político está fuera de toda duda luego de descalificar como “terroristas” a sus detractores.

¿Esta es la derecha a la que nos debemos resignar?

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