Las Olimpiadas griegas representan el  primer avance simbólico para premiar la meritocracia en la historia de la humanidad.
Las Olimpiadas griegas representan el primer avance simbólico para premiar la meritocracia en la historia de la humanidad.

Por: Franklin Ibáñez
El principio del mérito se proclama como una verdad moral para las sociedades democráticas: los honores, cargos, sus recompensas asociadas, entre otros, corresponden estrictamente a los méritos personales. En nada debieran influenciar situaciones o rasgos fortuitos y arbitrarios como el sexo, el color de la piel, el apellido. La aplicación de tal principio a la distribución de poder y cargos públicos se suele llamar meritocracia. Para acceder, por ejemplo, a un puesto solo se consideran los méritos adecuados, como carrera, estudios, experiencia, en vez de la belleza física, militancia política u otro factor que no guarde relación con la esencia del cargo. Sin embargo, la defensa de la meritocracia debe ser honesta: valorar sus aciertos sin ignorar sus límites. Repasemos las bases éticas del mérito.

—Herencia, beneficios y méritos—
Las sociedades tradicionales no conocían la distinción entre espacio público y privado como nosotros. Los bienes fundamentales se distribuían en buena cuenta por designios naturales o sociales. El gobierno y el honor se heredaban. El éxito económico también. Bastaba nacer en familias de reyes, nobles, caciques, etc., para acceder a estos beneficios. Por supuesto, no todo se distribuía de este modo. Por ejemplo, en Grecia las olimpiadas (s. VIII a. C.) consagraban al atleta. Le otorgaban gloria por su desempeño sobresaliente. Se reconocía así a los hombres talentosos, aunque se excluían extranjeros, esclavos y mujeres. Con todo, era un gran avance: se rasga la tiranía del apellido ilustre.

Aprovechemos el ejemplo para una reflexión ulterior. En las olimpiadas, ¿quiénes quisiéramos que formen parte de nuestra delegación nacional? ¿Los atletas más capaces? ¿O debiéramos fijar cuotas para que esté integrada por miembros de todas las clases sociales, etnias y otras divisiones posibles? No. La respuesta es evidente. ¡Triunfo para la meritocracia! No tan rápido. ¿Por qué? Las habilidades naturales para la competencia física han sido distribuidas en buena cuenta por capricho de la naturaleza. Queremos que corra el más veloz. Sí. Pero su rapidez podría estar determinada en un 30 % por su preparación y esfuerzo, y un 70 % por su suerte genética: nació dotado. ¿Qué mérito existe en nacer veloz? Ninguno.

—El éxito y la marginación—
Fue el capitalismo del libre mercado el que afianzó el mérito como amplio criterio social. Adam Smith criticaba el feudalismo por caprichoso, totalmente contrario al esfuerzo. Los vasallos laboraban duramente toda su vida y nunca alcanzaban el éxito del señor feudal. Tal sistema era un dinosaurio que quería sobrevivir por puro proteccionismo: los aristócratas exigían al rey que mantuviera sus privilegios por el simple hecho de que ellos nacieron nobles. Como apuntara más tarde Max Weber, en el espíritu del capitalismo subyace el trabajo duro.

El esfuerzo bien dirigido constituye la base del éxito social. Los ascendentes empresarios de Gamarra constituyen la prueba local. De allí los lemas harto repetidos: el mundo es para los industriosos, creativos, esforzados. Si no te renuevas (como no hicieron los feudales), corres el riesgo de que los rivales venzan. Donde la competencia es realmente libre, las oportunidades están allí para todos. Triunfa quien sabe aprovecharlas. El capitalismo, con su sistema de incentivos al esfuerzo personal, saca lo mejor de cada uno. ¡Ganan todos!

Suena bien. pero no es cierto. El mercado y la sociedad privilegian sexos, color de piel, apellidos y otros rasgos arbitrarios. No terminamos de deshacernos de marginaciones injustas, históricas y estructurales. No basta con prohibir la discriminación abierta , pues mecanismos sutiles continúan operando. ¿Es la vida una carrera abierta al talento? Falso. El rico pagó un entrenador profesional; el pobre competía mal alimentado. La mujer corría atemorizada por acosadores, obligada a llevar tacones y a veces con un niño en brazos. El negro y el indígena fueron desmoralizados por el público y los guardias, quienes los vigilaban como posibles delincuentes. Pero, si alguno de ellos triunfó, ¿no se comprueba que la competencia fue equitativa? ¡No! Demuestra que tuvo que esforzarse más… Pero muchos se empeñaron y no alcanzaron la meta por razones ajenas a ellos.

—Discriminaciones positivas—
El mérito se relaciona con el principio de igualdad de oportunidades. Solo podría ser criterio absoluto si efectivamente existiesen reales condiciones para una competencia perfecta. Tal situación es aún la excepción; no, la norma. Mientras parece razonable no aplicar cuotas para formar delegaciones nacionales olímpicas, en otras áreas debe ponderar si la aplicación de cupos compensa y corrige errores históricos.

Equidad de género, multiculturalidad, inserción de los discapacitados, entre otros, son principios que bien pueden atemperar la meritocracia. Estas cuotas o discriminaciones positivas tampoco deben absolutizarse, pero contribuyen a un proyecto social más correcto. Tales criterios no violan la igualdad de oportunidades; al contrario, facilitan su verdadera realización hacia el futuro. Si hoy las listas partidarias llevan obligatoriamente un porcentaje de mujeres, ¿por qué no pensar criterios semejantes para otras instancias del Estado?

La meritocracia es la meta; no, el punto de partida. El principio de igualdad de oportunidades es irrealizable. Nunca lo alcanzaremos. Esto no significa que dejemos de buscarlo, sino que no lo utilicemos consciente o inconscientemente para sacralizar nuestros imperfectos arreglos sociales.

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