Charles Chaplin encarnó a Adolfo Hitler en 'El gran dictador'. (Foto: Redes sociales)
Charles Chaplin encarnó a Adolfo Hitler en 'El gran dictador'. (Foto: Redes sociales)

Por: Franklin Ibáñez
Técnicamente hablando es posible distinguir entre un tirano, quien abusa del poder —así se haya conseguido en elecciones democráticas—, y un dictador, quien asume el poder por la fuerza. Pero, como habrá notado el lector perspicaz, tal distinción es discutible. De hecho frecuentemente se intercambian como sinónimos. En el fondo, lo que le indigna a la opinión pública hoy es que alguien o unos pocos abusen del poder a sus anchas y se entronicen en él.

Seamos honestos: la tradición filosófica ha sido ambigua respecto de las dictaduras. Platón estaba a favor de un régimen en que solo un selecto grupo de personas, caracterizadas por su superior naturaleza intelectual y moral, debía gobernar. Le llamaba aristocracia y lo oponía a tiranía.

Tomás de Aquino desaconsejaba la sublevación frente al tirano, pues de ese modo era muy probable que otro peor se encumbrase. Además, ofrecía una interpretación cuestionable sobre el sometimiento a la autoridad desde la Biblia: “Que los siervos obedezcan a sus patrones con todo respeto, no solo a los que son buenos y comprensivos, sino también a los que son duros” (1 Pedro 2:18). Hobbes fue quien con más ahínco defendió abiertamente el poder absoluto. La única forma de mantener a raya las ambiciones naturales y perniciosas de todos los ciudadanos es conceder todo el poder al monarca, el cual no será depuesto por más tirano que resulte. No deben olvidarse las ideas de Hegel en torno al Estado absoluto como la realidad más racional posible —y que, según algunos, terminó justificando los regímenes totalitarios— ni las polémicas alabanzas de Nietzsche a los hombres fuertes y despiadados.

Con el resurgir moderno de ciertas ideas democráticas y republicanas, en varios aspectos muy diferentes de sus versiones griegas, recién los filósofos comienzan a cerrar filas contra el totalitarismo, el autoritarismo y otros conceptos relacionados.

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Hoy les somos deudores de varias intuiciones que circulan en el sentido común democrático. Rousseau forjó el concepto de voluntad popular: el poder emana del pueblo, no del gobernante. El pueblo elige sus autoridades y les delega tareas. Para Locke el ejercicio del mando se limita a la salvaguarda de los derechos naturales —integridad física, libertades fundamentales— de los ciudadanos y sus propiedades. Montesquieu consagró la doctrina de la separación de poderes. Para evitar abusos de poder, es mejor que este se divida y distribuya, evitar que esté concentrado. Kant criticaba al despotismo por más que fuese ilustrado y bien intencionado, pues un régimen paternalista —imperium paternale— considera a su población en la perpetua infancia. Mill insistía en la protección de todas las opiniones incluso de aquellas que contradecían el sentir de la mayoría o los intereses del gobierno.

No hay que cansarse de repetirlo: tiranos, dictadores, déspotas existen en todas las tiendas políticas. Su nombre y la amplitud de sus ambiciones ha cambiado con el tiempo pero no el espíritu detrás: codiciar el poder y atrincherarse en el mismo, por un lado, y controlar la vida de los ciudadanos impidiendo o mandando lo que a ellos les place, por el otro. La dictadura debe comprenderse como un concepto dinámico que evoluciona con el tiempo porque las prácticas sociales y las libertades también cambian: tienden a expandirse. “¡A nuevas libertades, nuevos peligros!”, dirían los tiranos. En los siglos XX y XXI descubrimos prácticas frente a las cuales la tradición no se enfrentó. Si limitamos el término dictadura solo a sus rasgos tradicionales, flaco favor le haríamos a la democracia.

Nuestras democracias están plagadas de imperfecciones que debemos examinar constantemente. Pero no seamos selectivos. Es común simpatizar y excusar algunas prácticas, o criticar y reprochar otras, según nuestras tendencias morales y políticas. La dictadura no se restringe al campo político; puede dominar espacios múltiples como la vida personal, las creencias religiosas. Tampoco se reduce a la geografía interna, pues se puede ser muy ‘demócrata’ en casa y un dictador afuera.

Dejo algunas preguntas a modo de test para que el lector las aplique, bajo su propia responsabilidad y con conocimiento informado, a su propio país, su vecino más cercano, potencias del mundo, y otros. ¿Existen medios de prensa abiertos (con opciones plurales, de todos los colores políticos y de todas las clases sociales)? ¿Se permite la vivencia de la religión (no se requiere permiso del gobierno) o cualquier estilo de vida (incluye el derecho a tener los hijos que uno quiera)? ¿Son autónomos los poderes (la justicia imparcial es imparcial, no influenciada por el Ejecutivo de turno)? ¿Existen partidos múltiples que compiten en elecciones abiertas (lo cual se demuestra con una alternancia regular en los cargos)? ¿Se espía a la población (se monitorean sus llamadas o mensajes electrónicos)? ¿Se toleran todas las opiniones? Más aún: ¿vale tanto la opinión del rico como la del pobre, y la de aquellos que se diferencian por sexo, color de la piel o identidad cultural?

Para ver:
La genialidad de Charles Chaplin lo llevó a crear una de sus películas más recordadas, El gran dictador, el cual tiene un momento icónico.

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