De manera tal que la felicidad se parece más a un fenómeno subjetivo evanescente que a una situación objetiva duradera.
De manera tal que la felicidad se parece más a un fenómeno subjetivo evanescente que a una situación objetiva duradera.
Pedro Cornejo

¿Es posible establecer políticas públicas que contribuyan a hacer felices a los ciudadanos? El politólogo estadounidense Benjamin Radcliff sostiene que sí. Y puntualiza que un aumento en la felicidad de las personas estaría en relación directa con la adopción del modelo de los llamados Estados de bienestar de corte socialdemócrata.

Para decirlo en sus palabras, la calidad de la vida debería variar positivamente en la medida en que “complementemos la fría eficiencia del sistema de libre mercado con intervenciones (del Estado) que reduzcan la pobreza, la inseguridad y la desigualdad”. Otros autores, como el liberal Will Wilkinson, se preguntan: “¿Por qué debería sentirme responsable de otras personas?”. La falta de una respuesta clara a esta interrogante deja la vía libre para que se desarrolle una suerte de “darwinismo social”, según el cual sería imprescindible ser egoísta para sobrevivir y tener éxito. Y ese egoísmo, hecho extensivo a todos los miembros de la sociedad, producirá —gracias a “la mano invisible” del mercado— la mayor felicidad posible, la misma que estaría representada por la renta nacional.

II

Por otra parte, es sabido que los seres humanos se adaptan con suma facilidad a los niveles de vida que alcanzan, de manera tal que gozar de ciertas comodidades puede significar un salto cualitativo en la autopercepción que tienen algunas personas sobre su felicidad y, en cambio, no significar nada para otras que están acostumbradas a ellas. En otras palabras, en la medida en que nuestros niveles de satisfacción se elevan, lo que tiende a ocurrir es que, luego de un lapso de intenso disfrute, todo vuelve al estado previo a la obtención de dichos niveles. Puede ocurrir incluso que nos sintamos muy bien y que ni siquiera seamos conscientes de ello por la sencilla razón de que estamos habituados a sentirnos así. No existe la posibilidad de que nuestros logros nos hagan felices permanentemente. Por el contrario, el disfrute que nos provocan suele ser efímero, de manera tal que la felicidad se parece más a un fenómeno subjetivo evanescente que a una situación objetiva duradera.

III

Resulta que los individuos construimos una representación interna de la escala de la felicidad tomando como punto de referencia una convención histórica y cultural (“¿Bajo qué condiciones la gente generalmente dice que es feliz?”) y sobre la base de algún tipo de comparación con uno mismo o con otros. Finalmente, sentirse felices en algún aspecto de la vida (el estatus económico) no excluye sentirse, simultáneamente, desdichados en otros aspectos (salud, amor, familia, relaciones sociales, etc.). La pregunta, entonces, es ¿cómo puede una persona evaluar, en términos absolutos, su situación con respecto a la felicidad en general? Si la felicidad tiene diferentes dimensiones, será muy difícil maximizarlas todas a la vez. Sería necesario establecer cuál de esas dimensiones es la más importante. Pero aquí surge nuevamente el problema: ¿más importante, según quién? Parece inevitable que el efecto de cualquier política pública esté mediatizado por creencias culturales y valoraciones muy heterogéneas y, a veces, incompatibles. Está claro, no obstante, que es responsabilidad del Estado crear las condiciones mínimas para que los ciudadanos escojan, de acuerdo con sus propios criterios, el modo de vida que para ellos es más deseable.


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