Enrique Cortez
Enrique Cortez
Dante Trujillo

La guerra interna está lejos de haber sido lo suficientemente abordada por las humanidades. En el caso de los estudios literarios, se pueden destacar tres ensayos antológicos que buscaron analizar, mediante selecciones de cuentos, las distintas narrativas de un periodo tan triste como confuso. A ellas se suma Incendiar el presente, un estudio de Enrique Cortez que aborda el asunto desde lo testimonial y el archivo, concentrándose en relatos producidos por autores como Julián Pérez Huarancca, Luis Nieto Degregori, Jorge Ninapayta o Pilar Dughi entre 1984 y 1989. Cortez, catedrático de Portland State University, presentará el libro el martes 14, a las 19:00, en el LUM (Bajada San Martín 151, Miraflores). Lo acompañarán Carlos Aguirre, Alexandra Hibbett y Jorge Valenzuela.

¿En qué se diferencia tu estudio y selección de trabajos previos como los de Cox, Faverón y Reyes Tarazona?
El trabajo de la crítica, aun si parece o reclama oponerse a lo anterior, es siempre un proceso de suma. En ese sentido, lo avanzado por los antólogos mencionados, además del necesario aporte de González Vigil en El cuento peruano 1980–1989, constituyó una base para pensar mi propio proyecto. Algo que discuto a lo largo de la introducción es la oposición entre antología y muestra. A diferencia de las antologías El cuento peruano en los años de la violencia (Cox, 2000), Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política (Faveron, 2006) y Narradores peruanos de los Ochenta. Mito, violencia y desencanto (Reyes Tarazona, 2012), que reúnen una producción literaria que se caracterizaría por su calidad y representatividad, Incendiar el presente entrega al lector lo que yo denomino una muestra de archivo. No de “lo mejor” que en literatura se ha escrito sobre el periodo de la violencia, sino exclusivamente una muestra de lo publicado entre 1984 y 1989 por los autores de la llamada ‘generación del Ochenta’. Esta aproximación de archivo, nueva en relación a la metodología antológica que busca ‘lo mejor’, tiene sus ventajas si el objetivo es el análisis de una historia cultural y de las ideas que circulaban en un determinado aquí-ahora.

A tu estudio le interesa problematizar los referentes literarios nacionales. Tus criterios antológicos son varios, pero principalmente valoras más lo testimonial. ¿Puedes explicar esto, su valor?
El testimonio, su pulsión, es fundamental en los cuentos reunidos en esta muestra. No pueden denominarse ‘testimonios’ a secas, ya que estas ficciones han transformado la experiencia histórica de los escritores que escribían entre 1984 y 1989, a través de la simbolización del lenguaje y de las estrategias de la narración, pero hay un elemento de lo real que se mete en los textos y los dota de una palpitación especial. Por ello, lo más adecuado sería entender a esta producción narrativa como literatura testimonial.

A esto habría que sumar también la última sección del libro, titulada “Suplemento testimonial”, donde se reúne entrevistas con los autores incluidos.
Sí, y ofrecen momentos testimoniales importantes, no solo acerca de la violencia que se vivía, sino fundamentalmente sobre qué significaba escribir en esa época y sobre qué bases literarias e ideológicas se fundaba una vocación por la escritura.

¿Existe algo como un canon de la literatura de la violencia? ¿Cómo se vincula (o se aviva) esto con la polémica entre “criollos” y “andinos”?
Lo que busca el trabajo de todo antólogo es influir en la configuración de un canon. Si el canon, por definición, es el conjunto de obras más representativas por su calidad de una literatura regional, nacional o de un idioma, una de las herramientas metodológicas que tienen los críticos es proponer antologías, esto es, conjuntos de textos literarios, que difundirían entre los lectores fragmentos de esa lista de obras consagradas. Lo cierto es que no todas las antologías incluyen ‘lo mejor’ de una literatura; hay en el trabajo antológico también un proceso de contrabando, y por eso las antologías son polémicas. Podríamos decir que las antologías son al mismo tiempo espacio de aspiración y consagración, aunque lo último dependa más del consenso entre antólogos y lectores especializados.

Si el consenso es determinante en la formación de un canon, diremos que de las sumas y restas de las antologías de Cox, Faveron y Reyes Tarazona podríamos ir aislando algunos nombres y textos para proponer un canon de la literatura de la violencia política. Pero ese canon no es algo cerrado; y los autores que ahora aparecen como fundamentales en ese listado podrían quedar fuera en el futuro si las coordenadas interpretativas cambian: si desde el archivo es posible mostrar que hay textos más relevantes que los que se veían —entiendo— como lo mejor. El archivo es siempre una amenaza a la estabilidad de un canon y de allí la relevancia de estudiar qué otros textos existen en un archivo.

¿Podemos encontrar vínculos entre la construcción de dicho (actual) canon y la polémica entre ‘criollos’ y ‘andinos’?
Esa polémica tiene significación, como tema de análisis cultural, precisamente a la luz de los procesos de formación de canon. La pregunta equivocada sería indagar por quiénes ganaron dicha polémica o qué lograban de manera individual con esto sus protagonistas. Lo que interesa de los intercambios del 2005 es la exhibición de un conjunto de ideas sobre la representación literaria en el Perú y en el cual se discute el hecho de que los temas urbanos tengan un privilegio por sobre las temáticas regionales y rurales. Algo que también se discute es el clasismo del campo de producción cultural y la preferencia de la industria editorial por autores urbanos y de clase media. Me parece, sin embargo, que este privilegio de lo urbano en la representación ha venido cambiando en los años posteriores a ese desencuentro ‘andino/criollo’, si consideramos que lo más relevante en la producción narrativa última son las ficciones que tematizan la presencia de un Estado de vocación urbana, o personajes mesocráticos y urbanos, en conflicto con un espacio, mayoritariamente andino, escenario de injusticias e incomprensión.

En general, ¿cómo crees que el trabajo ayuda a repensar el periodo?
Una de las ventajas de una aproximación de archivo es que permite hacer preguntas diferentes de aquellas ensayadas por la crítica que busca la canonización de una obra. Y un elemento decisivo, sin duda, es el tiempo: su paso registrado en los textos, pero también la coexistencia de textos y discursos en un nivel sincrónico que muestra al lector contemporáneo cuáles eran las preocupaciones y obsesiones de un determinado pasado/presente. Y lo que he encontrado en los cuentos producidos y circulados entre 1984 y 1989, es un tratamiento diferente de los personajes femeninos, una representación desfavorable de las Fuerzas Armadas y una inquietud por una justicia que nunca llega. ¿Por qué esos temas y no otros? ¿A qué obedecería la coincidencia temática? ¿Por qué narradores o personajes testigos? Estas no son preguntas por la calidad literaria, como en la aproximación del antólogo, pero de su resolución depende una mejor comprensión de nuestro pasado reciente.

Es muy decidor que la selección —y la cronología— comiencen con “Camino largo”, de Julián Pérez Huarancca. En general, en los cuentos está muy presente esta mujer ‘fuerte’, al lado del estereotipo de la senderista cruel. Hoy que las mujeres están en lucha por la igualdad, ¿cómo se lee este personaje recurrente?
La mujer guerrillera será una novedad para la sociedad peruana de los ochenta, y esto causará ansiedades y también proyecciones. Los escritores no son ajenos a tales ansiedades y es interesante ver en los cuentos reunidos en Incendiar cómo estos resuelven o no sus preocupaciones. Porque, como indicas, los escritores de los ochenta van más allá del estereotipo de la senderista cruel y en algunos momentos captan que la mujer subversiva no solo está en guerra contra el Estado sino también contra las mismas brechas de desigualdad de género de la sociedad peruana. Esto último es sobre todo evidente en los cuentos de Pilar Dughi y Carmen Luz Gorriti, quienes muestran las múltiples opresiones que sus personajes experimentan. Que sea la militancia senderista la que haya permitido un tipo de agencia social que no existía para la mujer en otros espacios de la sociedad, hace problemático hablar de este tema y conectarlo con las reivindicaciones actuales de las mujeres. Pero allí hay algo importante, sin duda, que ojalá sea posible analizarlo sin macartismos en el futuro.

Otro asunto conflictivo es que la mayoría de los cuentos se concentran más en los atropellos cometidos por las FFAA, cuando sabemos que los principales agentes de violencia fueron los terroristas. ¿A qué crees que se deba?
Este aspecto me sorprendió también cuando leía los cuentos. Quizá habría que recordar que los escritores trabajan con la ficción, los verosímiles y los desarrollos dramáticos. Desde el punto de vista de la verosimilitud, se me ocurre que ficcionalizar el abuso militar era más creíble que ficcionalizar la crueldad senderista. Porque, ¿quién conocía de modo detallado el accionar de Sendero en esos años? Se conocían, por supuesto, los efectos de su crueldad: los coches-bomba, los asesinatos selectivos, los secuestros, etc., pero es en realidad solo con el atentado de Tarata, años después de la producción de estos cuentos, que se dará un consenso más nacional sobre lo sanguinario y demente que era este grupo subversivo. Del abuso militar, en cambio, tenemos una historia que se remonta al origen mismo de la República, de modo que las historias sobre su autoritarismo podrían ser más creíbles. Conectado a este punto podríamos examinar una segunda variante. Los atropellos de las Fuerzas Armadas podrían considerarse también una traición del Estado para con la sociedad a la que supone servir, lo cual podría producir un efecto trágico. Es lo que ocurre con una película de esos mismos años, La boca del lobo, donde Francisco Lombardi decide contar una historia de genocidio no de Sendero contra una comunidad andina, sino, precisamente, de la institución que debía proteger y garantizar la vida de esos peruanos. El efecto, por lo tanto, es trágico y doblemente triste, porque muestra la absoluta vulnerabilidad que significaba ser andino en esos años.

Salvo algunas relativas excepciones, los autores antologados no forman parte del parnaso local. ¿Es una cuestión de méritos literarios, de temáticas; u obedece a una especie de agenda de contenidos?
Es efecto de la metodología de archivo que sigo en este trabajo, que no enfatiza ‘lo mejor’ ni se basa en prestigios ya establecidos, sino que busca exhibir lo que existe textualmente en un periodo de tiempo específico. Dicho esto, me gustaría indicar que los cuentos incluidos en esta muestra ofrecen gran factura literaria y podrían integrar antologías también.

Esta pregunta se sale de tu ámbito de trabajo: sucede con el estalinismo, el nazismo, la Guerra Civil española… ¿por qué, con los años de distancia, no ha sido nunca abordado el periodo con humor?
The Death of Stalin de Armando Iannucci quizá sea lo más interesante que se ha producido en esa dirección en los últimos años. Nuestro proceso, sin embargo, no da para comedia, aunque los discursos de Abimael sean de lo más cómico que se ha producido en el país. Pero el proceso peruano no solo implica la demencia discursiva senderista sino también los pactos de impunidad para los atropellos militares y la existencia de víctimas que no han recibido justicia. Es cierto que la producción cultural y la ficción siguen su propio orden y el humor podría ser un modo excepcional para tratar temas en los que estamos entrampados. Pero mientras sigan existiendo víctimas esperando por justicia el humor es una opción difícil.

También has vuelto con otro libro, dedicado al Inca Garcilaso. ¿Cómo fue que su vida, obra y clasificación agitaron los estudios coloniales en el siglo XIX?
Ha sido una grata casualidad poder circular dos libros al mismo tiempo. A diferencia de Incendiar el presente, un texto interesado en la relevancia discursiva de lo que se produce sincrónicamente, Biografía y polémica: el Inca Garcilaso y el archivo colonial andino en el siglo XIX (Iberoamericana/Vervuert, 2018) es un estudio que explora la diacronía, analizando cómo algunas ideas sobre la importancia de la obra del Inca Garcilaso circularon en espacios y tiempos distintos. Entre Boston, Madrid y Lima, durante un periodo de 70 años, este libro muestra cómo Garcilaso pasó de ser el principal historiador de los incas a una figura literaria, a partir de consideraciones racistas que identificaban su ‘mentalidad india’ con lo irracional y la fábula. En esta investigación, el caso Garcilaso es un ejemplo privilegiado para mostrar cómo el paradigma de la escritura de la historia había cambiado y qué nuevos criterios de clasificación estaban puestos en práctica en la formación del archivo colonial andino a partir de 1847.

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