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Lúcida y sin reparos para hablar, María Moreno tiene más de 30 años apostando por el feminismo, aunque no es parte de ningún colectivo. Como periodista su prosa inteligente y mordaz describe el acontecer de su país. Como escritora ha narrado sin artificios su historia y la de un Buenos Aires de escritores plebeyos donde prima la camaradería, el debate cultural y —dicho sin romanticismo alguno— el alcohol.

En Argentina dicen que eras feminista ‘antes que estuviera de moda’.
No creo que sea una moda. Creo que ahora hay una revolución internacional sobre la cual no podemos tener ningún pronóstico todavía. En Argentina #NiUnaMenos casi diríamos que transforma la política. Yo era feminista, primero a la manera adolescente, leyendo El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, pero no me llevó a participar en grupos. Luego dirigí el suplemento De la Mujer en el diario El Tiempo Argentino, y ahí acompañé los avances legales para las mujeres, como la ley de patria potestad compartida o del divorcio, y también intenté romper con el modelo de revista femenina: aunque conservando temas como moda o cocina, incorporé algo más desde la teoría feminista. Mi militancia fue desde la prensa.

¿Hay una tradición feminista en Argentina?
Diría que el feminismo actual no tiene una conexión directa con el de mi época. De hecho no hay archivos de los feminismos de los ochenta y los noventa. Las experiencias actuales feministas vienen más de las crisis del 2001, de grupos políticos, de nuevos sujetos sociales, y está conectado con otras reivindicaciones. Creo que viene también de la experiencia de hijos desaparecidos, quizá hasta de formas más de arte político. Me parece que tiene otras genealogías.

¿Tal vez hay una interrupción histórica en América Latina por las crisis económicas, las dictaduras, los conflictos armados?
Sí y no. Hubo un movimiento cuya fuerza política fue transgresora como las madres de Plaza de Mayo, que se fueron declarando feministas, pero que no lo fueron en sus inicios. Los grupos feministas no las consideraban porque no seguían las reivindicaciones del feminismo. Al mismo tiempo Evita no era feminista, pues asociaba el feminismo con los países del Primer Mundo y a la burguesía. Estaba en contra, pero al mismo tiempo otorga el voto a las mujeres, las hace intervenir en la vida pública. Entonces, vale la pena preguntarse ¿es feminista quien se adscribe como tal, o hay que pensar más bien en sus acciones políticas?

Tu último libro, Oración, está enfocado en la figura política de Vicki Walsh.
Para Oración tomo un mito de la política argentina: el suicidio de Vicki Walsh. Ella era montonera y se dispara al verse acorralada por los soldados. A raíz de ello, su padre, el periodista y escritor Rodolfo Walsh, escribe cartas cuyo valor analizo.

Walsh es muy reconocido como periodista, pero también por su alto perfil político.
Y esa es una tragedia para él, porque le interesa profundamente la literatura. Cuando se leen los papeles de Walsh se ve su desesperación por no poder escribir, la queja porque la política se está comiendo su proyecto de escritura. Él planificaba: había un tiempo para la escritura periodística (que le daba el dinero para vivir), un tiempo para la novela, un tiempo para la militancia... Su desesperación aumenta cuando descubre que la política se ha impuesto totalmente en su vida. Pero escribe siempre. El gran mito diría: “Sacrificó la literatura por la política”, pero yo me río de ello. El mito es dejar la literatura, todo lo personal, los placeres, por la acción, y, sin embargo, el Che escribía, Mao escribía, Marcos escribía… ¿En qué se sostiene el mito de dejar la escritura por la lucha?

¿Oración se convierte en un libro desmitificador?
Es un libro armado en base a testimonios y a personajes. Creo que lo construyo más del lado de los personaje que buscando la verdad, porque cada entrevistado puede tener —y de hecho tiene— su propia versión. Pero es que el testimonio es así, es discontinuo, es contradictorio y se cambia de acuerdo al presente. Entrevisté a muchos sobrevivientes y en diferentes décadas, y lo que narran en una no es lo mismo que narran en la anterior. Uno siempre va reinterpretando su historia. El testimonio siempre es subjetivo y colectivo. Se supone que los setenta ya están liquidados y que no hay nada que decir sobre eso y que todo pasaría por los tribunales, hacer justicia y encontrar a los responsables, pero eso es condenar a las víctimas a seguir hablando siempre del asesino. Me parece que es interesante que el testimonio se libere de los tribunales, que el relato se abra también a los elementos de la ficción.

Antes escribiste Black Out, tu autobiografía.
Sí. La idea era presentar una historia sin adornos, el retrato de una época, pero muchos se quedan enganchados porque hablo del alcoholismo. La gente a veces lo interpreta literalmente. Como hablo del alcohol dicen: “Qué valiente”, pero no creo que este libro tenga ningún acto de coraje. Si un acto de coraje es confesar que una mujer bebe, estamos en una sociedad muy pacata. El alcohol ahí es una coartada, es como si fuera una comunión ligada a un grupo de escritores que yo llamo plebeyos, y eso es una biografía-homenaje a amigos, no es tan narcisista.

Al alcohol se le romantiza o se le demoniza.
Yo me río un poco de eso, de la relación escritor maldito-alcohol, “el alcohol como motor de la obra”. Para mí el alcohol se opone a la escritura. Yo bebo cuando termino de escribir. Es cierto que en Black Out el bar aparece como lugar de intercambio literario, de literatura oral perdida, pero de malditismo, nada. No creo que los químicos sean motor de la escritura, aunque seguro haya mucha gente que me desmiente. No creo que el ajenjo sea un disparador de metáforas.

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