Foto: Rember Yahuarcani
Foto: Rember Yahuarcani

Por: Rember Yahuarcani
Los chinos dicen que si quieres ver el pasado debes ir a Beijing; para conocer el presente a Shanghai; y para ver el futuro a Shenzen. Ahora, me encuentro en Beijing, en la octava Bienal Internacional de Arte, celebrada, sin interrupciones, desde 2003. Beijing es una sucesión de sorpresas. De un centenar de rascacielos, como el China Zun Tower, de 528 metros de altura, se puede pasar a la colosal Ciudad Prohibida; y de ahí a una de las residencias imperiales más suntuosas: el Palacio de la Suprema Armonía. Edificaciones como el Templo del Cielo, el Palacio de Verano o el Palacio de la Tranquilidad Terrenal, contrastan con otras contemporáneas como el Centro Nacional para las Artes Escénicas o el Wangjing Soho, de la famosa arquitecta iraní Zaha Hadid.

La ciudad se caracteriza no solo por sus calles y canales limpios, sino también por sus cámaras de seguridad. Hay poca presencia policial aunque para utilizar el metro y acceder a los edificios gubernamentales se debe pasar por un estricto control. Beijing es una ciudad segura. Una clase media educada, acomodada y consumista es la que transita por las calles más comerciales como Wangfujing, Qianmen o Sanlitun, donde se encuentran las tiendas más exclusivas.

Aunque se ha destruido parte de su casco antiguo, aún se pueden apreciar los famosos ‘hutong’, pequeñas callejuelas construidas durante las dinastías Yuan, Ming y Qing. Pasear por ellas es remontarse mil años atrás.

Foto: Rember Yahuarcani
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—La precisión de las formas—
Para ver de cerca el arte contemporáneo chino e internacional, uno debe dirigirse al Distrito de Arte 798, un complejo arquitectónico de antiguas fábricas convertidas en galerías, casas de diseño, talleres de artistas, bares y restaurantes. Es una combinación perfecta entre industria y arte.

El programa de la Bienal se cumple estrictamente. A las 7:30, desayuno en el restaurante del hotel Qianmen Jianguo. La escena parece sacada del capítulo diez del Génesis. Más de 300 invitados hablan en diferentes idiomas como en el relato bíblico de Nemrod y la construcción de la torre de Babel. Escuchar más de 40 idiomas al mismo tiempo paraliza. El mundo es mucho más grande, complejo y surrealista del que imaginamos. El Museo de Arte de China es un edificio que se terminó de construir en 1962 y alberga una colección de pintura china tradicional y contemporánea. Posee también una rica selección de arte occidental. Sin embargo, en esta ocasión sus salas están reservadas para albergar 640 obras, de 595 artistas, provenientes de 110 países. Me llama muchísimo la atención la participación de artistas de Egipto, Armenia, Namibia, Uganda, Vietnam, Irán y del reino de Baréin, un pequeño estado ubicado en el golfo Pérsico.

La luz dorada del sol de la mañana ilumina el techo del museo, mientras el programa se desarrolla con una exactitud de reloj. La inauguración, los discursos, los aplausos, en fin, todo parece haber sido ensayado más de mil veces. No hay margen de error. Las salas lucen impecables, la museografía y el montaje son excepcionales. La china es una civilización que privilegia la precisión de las formas.

Foto: Rember Yahuarcani
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—Retratos de familia—
Entre selfies, flashes, entablo conversación con Fillow Nghipandulwa, artista namibio que —como yo— se siente abrumado de tan soberbio espectáculo. Me cuenta sobre su país, su cultura y de su último viaje al territorio de los Afrikáneres, una nación ancestral africana. Yo no puedo dejar de mencionarle mi gran legado milenario como indígena Uitoto y la historia de los míos.

Adylbek Baiterekov es otro artista de Kirguistán. Es delgado, de bigote abundante, y tiene un rostro tallado que proyecta una paz envidiable. Su obra “Morning” nos sitúa en una mañana de verano, fresca, con un cielo celeste y nubes blancas. Un territorio infinito que nos invita a detenernos y respirar. Saca el celular y me enseña unas fotos de una familia de indígenas de Brasil, y en un inglés mejor que el mío, me pregunta si los conozco. Orgulloso y con pena, respondo: son mis hermanos.

Foto: Rember Yahuarcani
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Le obsequio un libro con fotos de mi familia y mi abuela. Con emoción, él también hace lo mismo: libro en mano, me muestra a su familia, esposa e hijos. Luego, saludo a Nevine Farghaly, escultora nacida en Egipto, cuyos personajes de metal son como extraídos de un jardín poblado por seres fantásticos y juguetones. Al bajar las escaleras, me asalta una noticia: José Tola y Francisco Toledo han muerto, dos grandes del arte latinoamericano que seguro ya están en la misma dimensión.

Esta Bienal ha sido una muestra de la influencia China en el mundo. Es importante la participación peruana en eventos como estos, para ello el Estado debe apoyar a los artistas sin las argollas ya conocidas.

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