[Foto: Rolly Reyna]
[Foto: Rolly Reyna]
Jaime Bedoya



Hugo Sotil Yerén avanza silencioso y con paso quedo por en medio del parque central de Miraflores. Quiere ver fotos1. Las suyas, las de sus compañeros, cuando llevaron una franja roja sobre el pecho y tenían la curiosa misión de defender el honor nacional pateando una pelota. Al reconocerlo la gente se detiene. No es para verlo, es para venerarlo.

Las que ahora se mueven lentas y pesadas son las mismas piernas macheteadas sin piedad por los defensas europeos. Su humanidad denota el trajín de los años de vino y rosas, con un legendario Ferrari amarillo estacionado a las puertas de las discotecas de Barcelona. Hoy toca el discreto heroísmo de sobrevivir en el olvido.

Su vértigo setentero albergaba una grandeza desinteresada, casi un desprecio por el cobre. Así, abandonó sin permiso el equipo catalán para venir a jugar a Lima la final de la Copa América 1975 contra Colombia. Sotil hizo el gol de la victoria, Perú ganó la Copa y Sotil le regaló relojes de oro a sus compañeros de equipo. Hoy los deportistas no sonríen si es bajo regalías.

Sotil toca algunas imágenes saludando a los retratados, unos vivos, otros muertos, como si estos pudieran escucharlo. No se despoja de una boina que presumiblemente cubre la ausencia de una cabellera salvaje que era sello de su estampa indómitamente chola. Inédito respeto limeño le abre paso entre un callejón de teléfonos celulares para susurrar su apodo como si fuera una religión: el Cholo.

Héctor Eduardo Chumpitaz Gonzales también ha visto las fotos y ahora recibe una camiseta de la selección para una firma. La mira con sereno fastidio. Su metro sesenta y ocho, aquel que por medio del doble salto se elevaba hasta alturas impensables, vuelve a crecer ante una circunstancia menor. Le incomoda que la camiseta esté arrugada como si fuera un trapo. Así no se firma una camiseta, aclara, y procede a desplegarla, doblarla y extenderla como si se tratara de un manto sagrado. Coge el plumón, pregunta el nombre y estampa una dedicatoria extensa, puntillosa, considerada. Recién entonces esboza una media sonrisa que a la vez es lección: mira y aprende.

Con ellos están Germán Leguía, Julio César Uribe, el Patrón José Velásquez, Jaime Duarte, Roberto Mosquera, Eladio Reyes. Roberto Chale, con una enfermedad seria a cuestas que ignora con cancha y concha, se presenta ante una joven admiradora:

Mucho gusto, soy Roberto Chale, reliquia del fútbol peruano.

A estos jugadores, los de México 70, Argentina 78, España 82, no les tocaron los contratos millonarios ni los auspicios astronómicos que ahora asfixian en metal, en el mejor y en el peor sentido, a los deportistas. Y cada vez que retornaron de uno de estos mundiales los trataron mal, con ingratitud y sospecha. Diciéndoles: “Ustedes no eran tan buenos como nosotros les hicimos creer que eran”.

Pero, cuando volvieron de algún mundial, lo hicieron con algo que no entraba en sus maletas. Una condición inmaterial e incandescente que vive y morirá con ellos. Está hecha de la sustancia de la que está hecha la gloria humana, la de a pie, la que no duerme, paga cuentas y sufre de gastritis, pero que brilla en presencia de terceros cuando saben agradecer el recuerdo de una infancia casi feliz. El salvavidas de la adultez.

No debe haber nada más sencillo que patear una pelota. Pero esa noche la gente ve a los exjugadores caminando por Miraflores y se sienten en presencia de extraterrestres. En cierto sentido lo son. Nosotros no somos como ellos. Ellos fueron y serán Mundialistas.

1. Exposición Mundialistas (El Comercio / BBVA), parque central de Miraflores. Ingreso libre hasta el 28 de febrero.

Contenido sugerido

Contenido GEC