[Ilustración: THEPALMER]
[Ilustración: THEPALMER]
Jaime Bedoya



No hay año nuevo peruano si no viene acompañado de un dantesco incendio o de un terrible accidente que pudo haberse evitado.

Si se trata de un terrible accidente que pudo ser evitado es previsible que los primeros en llegar a la escena del siniestro, cuarta y trajinada acepción del término opuesto al lado derecho, sean los buitres humanos. A pesar de que carezcan de plumas, comparten con las aves rapaces el gusto por la muerte.

Cuando los buitres humanos llegan al lugar de los hechos lo hacen en busca de presas metálicas: ese anillo que fue ritual de coquetería, un reloj que sigue marcando un tiempo que ya no existe, la billetera ajena aún tibia de la que posiblemente descartarán, con neutra emoción, fotos de quienes en esos momentos se están convirtiendo en huérfanos, viudas o deudos. La execrable acción generará una oleada vigorosa de sentida indignación temporal. Esta ira pública caduca aproximadamente a los diez días útiles.

La indignación temporal, manifestada en diversos calibres que oscilan entre el pesar lacónico y el deseo de muerte de alguno de los involucrados, dará paso a la progresiva proliferación de expertos y especialistas. Sus opiniones, si bien extemporáneas, serán precisas y luminosas, reconfirmando la naturaleza única, como la de los unicornios, de un terrible accidente que pudo haberse evitado.

El concurso masivo de comentarios especializados a su vez gatillarán una cadena de auditorías, inspectorías y galimatías tardíos, que suelen culminar en prohibiciones severas respecto a los usos y costumbres del transporte involucrado en la desgracia. Prohibir que las ruedas rueden, por ejemplo. Hasta el momento ninguna de estas medidas preventivas post facto ha logrado el prodigio de resucitar a los muertos.

Es entonces, ante la inevitabilidad de la mortalidad violenta como componente intrínseco de la vida peruana, que desciende de los cielos una frase magnánima en su abstracción, bálsamo prefabricado que, si bien es al mismo tiempo un sonido hueco y sin propósito, explica en su evasión todo lo que en el Perú no funciona y nunca funcionará. Dígase ante ataúdes, familiares desesperados y reporteros desvalidos frente a la disyuntiva de ser decentes en la tragedia:

“Estamos haciendo las coordinaciones del caso”.
Amén.

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