[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]



El tío Carlos murió de un infarto. Fue inesperado. Sucedió mientras conducía su auto. Fue un jueves por la noche. Eran casi las ocho. Catalina pretendía asistir a la inauguración de un centro comercial a unas cuantas calles de la casa, donde uno de los invitados era su cantante favorito, cuando nos enteramos. Vi su entusiasmo esfumarse de repente en sus ojos. Ella misma recibió la llamada. Luego de colgar, siguió sentada frente al teléfono. Al principio, no dijo nada. La prima Lila fue la encargada de anunciar la triste noticia. No me importó. Hace varios años que dejó de hacerlo. Catalina vivía su vida, trabajaba como cajera en una agencia bancaria, y yo pasaba mis días como asesor de seguros. Así era nuestro matrimonio, un poco raro, aunque estoy seguro de que todos los matrimonios lo son. Nos casamos muy enamorados. Su familia, muy numerosa, organizó una gran fiesta con músicos y decoró el ambiente con tulipanes, la flor favorita de su engreída. Como regalo de bodas, su tío Carlos y su esposa Andrea nos entregaron unos pasajes a Buenos Aires y pasamos una semana recorriendo en subte toda la ciudad de un lado para otro, y viendo bailar tango cerca de Dorrego, en San Telmo. Fue una semana feliz.

Unos meses más tarde, regresando a casa, descubrí un auto en la entrada. Imaginé la visita de un pariente, aunque no recordaba a nadie en la familia que manejara un Suzuki de color plata. Primero pensé que Lila había comprado un auto, pero no, no podía ser. Ella tenía miedo de conducir. Después, supuse que el tío Carlos había cambiado su vehículo, un Hyundai azul. Me equivoqué. Al abrir la puerta, me sorprendió no encontrar a nadie conocido. Música de Queen muy suave. Un saco de varón estaba extendido sobre uno de los muebles con el forro arrugado y un par de vasos con cerveza a medio terminar rodeaban el cuadro con nuestra foto de matrimonio sobre el vidrio de la mesa de centro. Al lado, el adorno de un delfín de cristal. Faltaba la botella. No quise imaginar nada. Volví a mirar el saco y la foto de nuestro matrimonio. Era imposible no pensar. Caminé hacia la cocina, que se ubicaba en uno de esos comportamientos absurdos que tienen las personas cuando no saben qué diablos hacer. No hallé nada diferente: las ollas amontonadas en el lavadero, el frutero con manzanas y mandarinas, el termo en el repostero, un cuchillo sobre la tabla de picar y una bolsa de lentejitas sobre el refrigerador, para la suerte. Todo igual. Contuve el aliento. Sentía frío, pero comencé a sudar. No quería regresar a la sala ni mucho menos avanzar por el pasillo hasta el dormitorio. No hubo necesidad. Una de las puertas de las habitaciones se abrió y escuché la música más fuerte y las voces que no quería oír. La sensación que sentí fue horrible, jamás me había sucedido. De inmediato, casi por impulso, abandoné la casa. Ni siquiera había transcurrido un año y la muy perra ya estaba acostándose con otro. No lo podía creer.

Nunca llegué a descubrir por qué no abrí la puerta del dormitorio. Quizá fue por cobardía o porque tengo la costumbre de escapar de los problemas. Tampoco tuve tiempo de averiguarlo. Ni siquiera me importó la lluvia que comenzaba a mojar las calles. El alumbrado público todavía no se encendía, aunque las nubes cargadas ya oscurecían el cielo. No conseguía alejar de mi mente la imagen del Suzuki plateado y, al cruzar la calzada, se me ocurrió que debía regresar. Sí, debía regresar. Al instante, comencé a temblar. Debo de haberme detenido a la mitad de la pista. No lo recuerdo. Un auto con las luces bajas apagadas surgió del otro extremo de la calle. No lo vi. Cuando giré la cabeza, ya lo tenía encima. El impacto fue terrible. Mi cuerpo salió volando sobre el parabrisas. Después vino la oscuridad y el silencio.

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Relatos
Otro más que muerde el polvo

Fernando Espíritu
Edición: Intermezzo Tropical
Páginas: 102
Precio: S/ 30,00

Lo que sigue son imágenes sueltas: la sirena de la ambulancia, unos paramédicos hablando quién sabe qué, un collarín rodeando mi cuello. Nada más. Desperté al siguiente día en el hospital. Lo primero que vi fue el rostro de Catalina. Tenía los ojos cerrados. Dormía. Tuve deseos de gritarle un par de cosas, pero luego lo pensé mejor y preferí dejar de mirarla. Sentía dolor por todo el cuerpo. Imagino que también me quedé dormido.

Tardé un mes en salir del hospital. El auto me partió la pierna en tres, torció uno de mis tobillos y dislocó mi hombro izquierdo. Ignoro si Catalina se sintió culpable o si abandonó a su amante. A veces pienso que no, pero no lo puedo afirmar. Por mi parte, aproveché al máximo mi convalecencia. Critiqué la colocación de los tulipanes que adornaban la casa al momento de mi regreso. Recuerdo que jamás entendí la necesidad de tanta hipocresía. Quizá pretendía mantener las apariencias con sus tíos. No sé. Le pedí que echara las flores a la basura, y, por más que me esforcé, no conseguí distinguir ninguna emoción en sus ojos. Ignoro por qué nunca propuso la separación, al menos no hasta el momento.

Al cabo de un rato, me buscó en la habitación. Me levanté al escuchar sus pasos, caminé apoyado en el bastón y la encontré justo en el vano de la puerta. El tío Carlos se había portado amablemente conmigo. Me había conseguido un nuevo empleo en una compañía de seguros cuando perdí el mío a causa del accidente, y la tía Andrea preparaba unas tortas deliciosas para mi cumpleaños. A pesar de ello, no tenía el menor deseo de ver a la familia. Retrocedí y dejé caer el bastón sobre la cama.

    —No quiero ir, me duele la pierna.
    —Es mi tío. Acaba de morir. Lila dice que la tía Andrea no deja de         llorar.
   —¿No escuchaste que me duele la pierna?
   —No seas mentiroso. Hace tiempo que estás bien.

Como no respondí, decidió no insistir y se marchó. “Hace tiempo que estás bien”. No era cierto. No lo estaba. Nunca descubrí al dueño del Suzuki plateado. Aunque estaba acostumbrado a repetir a cada momento que no me importaba, no era cierto. Sentía cómo me latían las sienes al recordarlo. Solo lamenté el incidente por el tío Carlos. No tenía la culpa y había sido un buen hombre. Lo recordaba alto y gordo, tomando su café bien cargado con sus bizcotelas y hablando de boxeo. Cuando escuché cerrarse la puerta de la sala, volví a levantarme y me acerqué a la ventana. Catalina tenía razón, ya no me dolía la pierna. Al final de la calle, se distinguían las luces de los reflectores que iluminaban la noche, y pronto comenzaron a retumbar los fuegos artificiales de la inauguración. Era el nacimiento del centro comercial. Vi múltiples luces formar figuras en el cielo. Me gustaron unas estrellas y unos remolinos. Hacía mucho calor, quizá un vaso de agua y unas pastillas para dormir… Sí, era lo mejor. Escapar de la noche, huir de Catalina, borrar el Suzuki plateado y acabar con todo.

Fernando Espíritu ganó el concurso “Érase una vez” de la Biblioteca Nacional del Perú  en 1995. [Foto: System]
Fernando Espíritu ganó el concurso “Érase una vez” de la Biblioteca Nacional del Perú en 1995. [Foto: System]

vida & obra
Fernando Espíritu (Lima, 1971) 

Es magíster en Psicología de la Salud por la UNFV y actualmente estudia Literatura en la PUCP. Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos Hasta siempre, Yoda (2015), Te queda un poco de café (2011), Qué saben los ajedrecistas de mujeres (2004) y Río salvaje (2002). Ha obtenido reconocimientos en distintos concursos narrativos como los Juegos Flores de la U. Ricardo Palma, en 1999; y de la PUCP, en el 2013.

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