[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]



Ella le había regalado ese sobre, un envoltorio amarillento, de plástico y con el logo de alguna compañía aérea ahora extinta. Contenía una colección de billetes de varios países del mundo que ella recopiló en sus viajes y que se los había regalado para que él los utilizara en sus clases de economía. En lo que ella nunca reparó fue que al final de aquel dinero histórico estaban, apelmazadas por el tiempo y quizá por el olvido, unas fotografías de urgencia carnal explícita que ella debió tomarse con algún antiguo amante.

El día en el que decidieron establecerse juntos pusieron fin a tres años de un noviazgo errante y desordenado, donde cada uno transitaba por ciudades y países distintos. Escogieron la ciudad y rentaron un departamento sin pensar mucho en la plegadera de dos cabezas que es el negocio de convivir. Desembalaron enseres y abalorios que habían permanecido empaquetados por años en las casas de sus padres y marcaron con ese acto el fin de dos variantes de un mismo nomadismo. Pronto empezaron a trabajar y lo que no pudieron ordenar quedó arrumado para tiempos futuros. Y fue en ese tiempo futuro, entonces de vacaciones él y a poco menos de un año del banderillazo inicial del concubinato, cuando encontró aquellas fotografías que le dinamitaron sus cimientos.

Cuando revisaba la denominación, el diseño, los colores y la nacionalidad de esas reliquias inservibles, de pronto identificó la textura satinada y resbalosa del papel que le disparó pedazos de piel inconclusa, fugaces cuadrados de carne que alertaban lo peor. Las juntó alineando los márgenes para que no se viera más que la primera: ella de espaldas, desnuda y solitaria, sentada en una playa. Tenía unos kilos de más, lo que causaba cierta confusión para ubicarlas en el tiempo, pues se asume que uno engrosa con el paso de los años. Sintió angustia, desconcierto, la mano que las sujetaba empezó a temblarle, el corazón se le fue a la garganta, ya casi a la boca. Mejor no verlas. Dejarlas allí. O dárselas. O quemarlas sin dárselas. ¿Por qué se las habría tomado? ¿De qué época serían? Esperó. Caviló. Las palpitaciones lo siguieron removiendo por dentro y por fuera. Las regresó al sobre, a la estantería. Respiró. Hizo esfuerzos para que una bocanada de aire le entrara al cuerpo. Sentía que un plomo anidado en el pecho le exigía un inusual esfuerzo al diafragma. Luego volvió a ellas y empezó a observarlas. Ninguna era tan sutil, silenciosa y solitaria como la primera.

.
.

narrativa
La medida de todas las cosas
Pedro Llosa
Editorial: Emecé
Páginas: 284

*El libro se presentará el 7 de diciembre en la Feria Ricardo Palma.

A partir de esa estilizada portada, seudónimo de todas las demás, la mayoría de planos se volvían cerrados y cercanos. Con poca luz y movimiento, el enfoque se iba entorpeciendo conforme se confundían dos carnes afines y monócromas. Quien accionara el disparador, carente de toda perspectiva espacial, sabía que esas fotos solo podrían entenderse en conjunto. Sin procurar mucha delicadeza y astucia en la dirección de sus tomas, aquel cronista primitivo, que era a la vez actor, director y productor de su colección gráfica, debía añorar, por lo menos, cargarse el recuerdo desordenado de dos pieles sudorosas y arremolinadas en un código que solo él podría descifrar. Luego venían más desnudos solitarios pero con mejores ángulos. Una vez enfriados los cuerpos, se habían tomado el trabajo de organizar una secuencia coherente sobre la arena cristalina de alguna playa desértica. De pie, de perfil, de espaldas y con la cara entornada, de espaldas y mirando al mar: esa, recurrente, debía ser su favorita. La colección la cerraban dos fotos completamente distintas a las anteriores. Ahora había color y preocupación por la dirección artística aunque el contenido fuera una energía quieta en el segundo previo al movimiento. Ya en las antípodas del verano playero, vestida con bufanda y ropas invernales, se despedía (o él intuyó que se despedía porque simplemente lo besaba) de un hombre de mucho mejor pinta que el anterior. Estaban en un aeropuerto. Esta vez, un tercero tenía que haber tomado la foto que, por el estilo, podría haber sido de Robert Doisneau.

Como en pocos minutos planeaban asistir a una cena, él pensó que quizá podría contener el impacto y guardar su reacción hasta otro momento. Pero, a decir por el canal de impresiones y reacciones que arrollan a la voluntad, pensó que le sería imposible ocultar los latidos del corazón que lo remecían todo. Tal vez eran arcadas que pronto lo traicionarían. Caminó hacia la sala del departamento, donde la encontró semiacostada sobre el sofá y con una computadora portátil apoyada en el vientre y recostada en los muslos. Al sentirlo llegar, le pidió que se alistara.

   —En quince minutos salimos —anunció sin desprender la vista de la pantalla.

Él se le acercó en silencio y se detuvo a su lado. Quería disimular el temblor de las manos, la debilidad en la voz, la herida naciente que se le iba fraguando entre el esternón y la columna. Al fin se armó de valor y habló: le recordó que tiempo atrás ella le había regalado una colección de billetes. Aunque trató de mantener un tono estable, sus ojos incendiados la hicieron levantar la mirada y adivinar el inminente desborde que se le vendría encima.

   —Pues esto acompañaba a los billetes —continuó él, extendiéndole las fotos.

Al recibirlas, se le empalideció el rostro y se le dilataron las facciones. Revisó la primera con los labios separados y un gesto de sorpresa, pero ya con la segunda reconoció la colección y supo que no tendría que verlas todas para confirmar que acababa de clavarle una estocada a la relación. Quiso decir algo pero no supo qué. Él tampoco esperaba nada, ya. Ella argumentó que él no debió verlas y él le respondió que ella misma se las había dado en sus manos un año atrás. Cuando ella intentó una nueva réplica, él la calló con un gesto y fue a encerrarse en su escritorio.

En 2014 obtuvo el Copé de Bronce por el cuento “Unas fotografías, apenas”. [Foto: Richard Hirano]
En 2014 obtuvo el Copé de Bronce por el cuento “Unas fotografías, apenas”. [Foto: Richard Hirano]

vida & obra
Pedro LLosa (Lima, 1975)


Estudió Economía, Filosofía y Literatura en el Perú y Holanda. Es autor de los libros de cuentos Viento en proa (Premio Dedo Crítico 2002 ), Protocolo Rorschach (finalista del Premio PUCP 2005 ) y Las visitaciones (Premio de la Asociación Peruano Japonesa 2014 ). Algunos relatos de sus libros Blanca Nieves en el exilio (Trascender, 2016 ) y París de invierno (Bizarro, 2017 ) forman parte del Plan Lector.

Contenido sugerido

Contenido GEC