[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]



De todos los adolescentes que el verano de los incendios se reunían en el muelle del puerto a la caída de la tarde, Joaquín Muro era, sin duda, el más silencioso. Se mantenía un poco al margen. Sin embargo, jamás faltaba a la cita. En general, no se le ocurría nada que decir. Tomaba nota de lo que los otros decían para, quién sabe cuándo, en un caso similar, poder él decir palabras parecidas. Sobre todo, cuando era César Alvar quien hablaba. Alvar era el líder. Sin llegar a ser un chico guapo, tenía grabada en la cara una especie de determinación que lo hacía distinto. Todos decían que llegaría lejos.

Muchas noches, Joaquín se dormía reproduciendo en su cabeza comportamientos y frases de César, convencido de que al día siguiente se despertaría lleno de fuerza y seguridad, como si hubiese sido tocado por una varita mágica (la de los cuentos de hadas que leían sus hermanas), y que en la pandilla del muelle lo mirarían con respeto, como miraban a César Alvar. Lo cierto era que por las mañanas se olvidaba de sus esperanzas nocturnas, por lo que se mantenía a salvo de una sucesión incontable de desilusiones.

Al final del verano, fueron detenidos varios pirómanos. Uno de ellos, miembro de la guardia forestal. Como los pirómanos eran vecinos de aldeas del interior, en el pueblo nadie los conocía, pero al hilo de sus detenciones fueron saliendo historias de manías, vicios y aberraciones que se mantenían en secreto durante años y que, al desvelarse, producían asombro y estremecimiento.

Se habían perdido miles de hectáreas de bosque, y la gente del pueblo, y los veraneantes, lo comentaban apesadumbrados. Habían visto el cielo teñido de negro. El sol, al ponerse, era un remoto disco dorado cuyos contornos se desdibujaban en las tinieblas. Las olas dejaban voluminosos regueros de ceniza en la playa.

Para la pandilla del muelle, aquello fue un acontecimiento. Los incendios descontrolados significaban peligro, un peligro real, no inventado. Eran más emocionantes que los saltos al agua desde el extremo del muelle, el gran desafío del verano. Seguían practicando los saltos, pero ahora una luz dorada, que recogía el reflejo de las llamas, los envolvía, los convertía en escenas de una película que parecía de guerra, de catástrofe. La tensión que reinaba en el ambiente, la preocupación con que los adultos seguían las noticias de los incendios, les causaba una gran excitación. Su pueblo y los de los alrededores salían en las primeras páginas de los periódicos y ocupaban un espacio en los telediarios. Eran el centro de atención. Tenían la sensación de ser un pueblo sitiado.

Fue en aquel verano de los incendios cuando Joaquín Muro adquirió seguridad. Poco a poco, perdió su condición de marginado.
Él también podía contar historias. En su casa, las contaban. Historias de incendios y de sucesos tremendos. Cuando conseguía la atención de los demás, Joaquín ponía algo de su propia cosecha, algunas exageraciones que hacían que la historia tuviera algo de extraordinario, de fenómeno sin explicación.

Eso fue lo que Joaquín aprendió aquel verano. Era capaz de contar historias, de atrapar la atención de los demás. Esa herramienta estaba al alcance de su mano. Se ganó, incluso, la consideración de César Alvar. Al final del verano, casi eran amigos.

Los veranos que siguieron se distinguieron por la dispersión, la paulatina pérdida de la unidad, el desinterés por los juegos, la creciente necesidad de cada uno de ser algo más que eso, un miembro de la pandilla.

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relatos
Chicos y chicas
Soledad Puértolas
Editorial: Anagrama
Páginas: 224
Precio: S/ 69,00

Uno de esos veranos anteriores al gran éxodo, llegó al pueblo una nueva familia de veraneantes. Enseguida se hizo notar, porque constituía un grupo extraordinariamente alegre y hermoso. Con la excepción del cabeza de familia, un hombre alto y fuerte, cuya cabeza estaba rematada por una mata de pelo oscuro y abundante, eran mujeres. Las había de todas las edades: una niña de unos diez años de mirada dulce y largo pelo rubio que peinaba de diferentes formas, las gemelas, de quince años, siempre de la mano o entrelazadas, igual vestidas, igual peinadas, rubias también, una impresionante jovencita de diecisiete, la distante belleza de la de dieciocho y, finalmente, el aire lánguido y decadente de la mayor, la madre.

¡Y cómo vestían! Colores claros, colores vibrantes. De blanco, algunas veces. Parecían ponerse de acuerdo para que todos los colores conjugaran. Las veías de lejos, avanzando lenta y desordenadamente por el paseo, y creías ver un cuadro en movimiento, una bandada de pájaros de nombre desconocido que hubiera decidido posarse un rato sobre la tierra.

Habían alquilado un piso en una de las casas de la alameda, una de esas casas con mirador que dan a la placita de las palmeras, que, en tiempos, había servido de punto de encuentro entre los drogadictos y los traficantes. Escondían las bolsas de la droga en los troncos de las palmeras. Siempre andaban merodeando por allí, delgados, encorvados, con la mirada perdida y la camisa sin abrochar. De eso hacía mucho tiempo, solo los antiguos veraneantes y los viejos habitantes del pueblo lo recordaban. Ahora, la placita estaba ajardinada y los troncos de las palmeras estaban limpios.

Mar y Paz, así se llamaban las gemelas. Aunque andaban siempre juntas, fueron las que más se mezclaron con los otros veraneantes y los habitantes del pueblo. Eran alegres y comunicativas, y se pasaban el día en la calle. La gente del pueblo enseguida se acostumbró a su presencia casi ubicua, y cuando hablaba de ellas, de si acababa de verlas en tal o cual sitio, empleaba un tono de orgullo, como si ver a las gemelas fuera una especie de premio.

En relación con los chicos, eran muy desenvueltas, más que sus hermanas mayores, que tampoco eran exactamente tímidas, pero que no parecían interesadas en hacer conquistas amorosas. Las gemelas sí. Como coqueteaban con todos, no se podía saber si ellas tenían alguna preferencia. Les gustaba gustar, jugaban, se divertían.

Los miembros de la pandilla, sobre la que ya sobrevolaba una leve amenaza de disgregación, discutían entre ellos sobre quién sería, en realidad, el favorito de cada una.

César tenía la secreta esperanza de ser correspondido por Mar, y Joaquín soñaba, también en secreto, con Paz. No se lo confesaron el uno al otro. El verano acababa, la familia que parecía una bandada de pájaros de especie desconocida se marchó. Quién sabía si volvería el próximo verano. Quién podía saber, al fin, si ellos mismos volverían.

No volvieron. Ni la familia de las gemelas ni César ni Joaquín. De la familia de las gemelas no se sabía nada, pero en el pueblo se comentó que César pasaba el verano en un campamento de Irlanda y que Joaquín se había sacado un billete de Interrail.

Al cabo de varios veranos, corrió una noticia por el pueblo. Venía con una introducción. ¿Quién no se acordaba de aquellas gemelas tan simpáticas y dicharacheras? Y de toda la familia, por supuesto, las hijas mayores, de una belleza casi sobrenatural, la madre, con ese aire de cansancio elegante, esa forma de arrastrar un poco los pies al caminar y de dejarse caer sobre la silla de falso mimbre de uno de los bares del paseo marítimo. Pues bien: las gemelas se habían casado. Esa, claro, no era la auténtica noticia, la noticia era que se habían casado con unos chicos de la pandilla del muelle, se habían casado con Joaquín Muro y con César Alvar, sí, también se acordaban de ellos. De César porque era el más guapo, el que gustaba a todas las chicas. De Joaquín porque, no sé, tenía mucho encanto, sabía cómo tratar a la gente, hablaba con todo el mundo, un chico muy agradable.

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VIDA & OBRA
Soledad Puértolas (Zaragoza, España, 1947)


Periodista y M. A. en Lengua y Literatura Española y Portuguesa. Entre su prolífica obra, destacan las novelas El bandido doblemente armado (Premio Sésamo, 1979), Queda la noche (Premio Planeta, 1989) y Cielo nocturno (2008); así como los libros de cuentos La corriente del Golfo (1993), Adiós a las novias (2000) y Compañeras de viaje (2010) ; y el ensayo La vida oculta (Premio Anagrama, 1993).

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