[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


                                                 Seis
En junio, el clima de Guayaquil es templado. Cuando el sol cae, el río Guayas comienza su retorno. A los pobladores les gusta contemplar, desde la ribera, que las aguas en la mañana discurran para un lado y por la noche hacia el otro, porque es de ida y vuelta su destino. Estas aguas sí pasan dos veces por el mismo sitio.

A las seis de la tarde, cuando sopla el vientecito, salen los vendedores para anunciar sus productos. “¡Todos son aguacates!”, gritaba un vendedor montado en un burro. Por otra calle, cruzaba la cangrejera de “manos gordas”. Es el nombre que le han puesto a los cangrejos del pantano.

A esa hora, las mesalinas, ataviadas con sus mejores galas, buscan a los clientes avispados. Andan de un lado a otro escapando de la guardia.

Enrique Miranda está sentado, adormilado, en la celda en la que lo confinaron hasta que prestara confesión. El sargento mayor Alonso Macías Salguero llegó acompañado por Baltasar de Molina y dos escribanos para certificar la manifestación que esperaban para llevarlo al cadalso. Era un simple trámite, porque el vasco ya había sufrido todos los suplicios imaginables y no pudieron sacarle una palabra. Su mujer y sus hijas abandonaron la casa familiar porque él se los pidió y, compungidas, retornaron a España con la esperanza de lograr el perdón de la corte. Nadie quiso recibirlas y sus mejores amigos le dieron la espalda. El cargo que pesaba contra él, de rebelión, o el delito de tráfico de armas se pena con la muerte.

La carceleta de la intendencia es un local pequeño. Allí llevan a los presos más importantes. Cuando la comitiva cruzó los interiores y llegó a la puerta, el secretario del Juzgado anunció:

    —¡Enrique Miranda, póngase de pie, que el sargento mayor Alonso Macías Salguero y el maese Baltazar de Molina le tomarán confesión!

   —¡Que confiesen a las putas que los parieron! – gritó el vasco, incorporándose con violencia, arrojándoles un poco de la paja sobre la que dormía.

El secretario observó que las dos autoridades retrocedieron y se dio por concluida la visita. Los hombres de negro esperaron que los escribanos firmaran el acta levantada en la sala principal y se retiraron.

“¡Todos son aguacates, todos son aguacates!”, anunció el vendedor en las afueras del juzgado y los guardias que custodiaban la entrada se acercaron para pedirle unos frutos. No avanzaron siquiera cinco pasos, cuando dos de las mesalinas los tomaron por el cuello. El guardia que se resistió murió en pocos segundos con el cogote cercenado. El otro fue llevado al callejón trasero, amordazado y amarrado. Rápidamente llegó el abromiquero, con su carreta para cargar las heces, lanzó un trinche curvo hacia los barrotes de la ventana y tiró con sus tres mulas hasta que cedieron.

Una de las mesalinas trepó y lanzó una cuerda hacia el interior. El vasco, malherido, no podía incorporarse. Cuando la mujer disfrazada bajó, Enrique Miranda la reconoció. Era el moro, su fiel ayudante. Le pasó un lazo por la cintura y lo izaron hasta la ventana. Luego subió él y ayudó a su señor a bajar.

Una vez en el piso, el abromiquero abrió una compuerta de su carreta y ahí se escondieron los dos. Debían dejar el lugar rápidamente y mientras se dispersaban los falsos vendedores, el carromato partió hacia el muelle. Enrique Miranda fue vestido por su ayudante en el pequeño compartimento. Le contó que habían sido rechazadas todas las apelaciones y que en una semana lo iban a llevar al cadalso. “Es preferible morir peleando”, le dijo el español. El moro le respondió que más valía vivo que muerto y lo siguió acicalando.

La carreta llegó a un recodo del Guayas y los dos amigos subieron a una embarcación que los esperaba con dos hombres, uno de ellos, antiguo ayudante del español, “El Gato”, un hijo de gitanos que se había acriollado en Guayaquil, robusto, de corta estatura, a quien crio desde pequeño y a su hijo adolescente. Se abrazaron y empezaron a bogar a dos remos dirigiéndose a la isla. Allí los esperaba un galeote contratado que llevaría entre sus pasajeros al fugitivo. Pernoctaría en la nave como un paciente al que trasladaban para que lo atendieran los afamados médicos de Lima. Detrás de la isla de Durán, esperaba acoderada la nave a estos últimos pasajeros. El vasco fue subido envuelto en una especie de mortaja, acompañado por el moro. Alguno de los marineros se ofreció para ayudar y trasladaron al enfermo en un tablón hasta la bodega, que era el mejor lugar para descansar. El viaje sería largo. Evitarían así a los curiosos.

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Novela
Leonardo Zaragoza cruza el tiempo oscuro
Gabriel Niezen
Editorial:
Rubican Editores
Páginas: 314
Precio: S/ 60,00

Leonardo Zaragoza le comentó al “Decapitado” que la guardia otorgaba una gran recompensa por su cabeza y la de sus hombres y añadió:

    —Morir colgado por robar unos patacones y unas cuantas baratijas no tiene sentido, y si nuestras cabezas ya tienen precio entonces es mejor robar plata grande.

    —“¿Y qué desea el señorito?”— le respondió en tono burlón.

    —Que les cueste más caro nuestras vidas. Hay cientos de esclavos negros e indios muriendo en los trabajos de las minas y de los encomenderos. Creo que debemos golpear al corazón del régimen. Hay mucha gente soportando injusticias y podríamos formar grupos de insurrectos en la ciudad y en el campo. Así se unirían a nosotros los habitantes de los palenques y alentaríamos a los esclavos a que se nos unan. De este modo, a largo plazo, el régimen puede colapsar y los criollos gobernarían el virreinato del Perú.

    —Señorito —le dijo a Leonardo— ¿eres acaso un iluso? ¿Crees que con treinta bandidos podríamos echarnos abajo a la guardia?

    —Con treinta no, pero hay miles de hombres que se unirían a la insurrección. Mi pregunta para ti es cuánto tiempo más crees que podrás andar escabulléndote de la guardia y cuánto tiempo más crees que tardarán en enviarnos un contingente para acabarnos.

    —Eso sí lo he pensado. Ya tenemos más de dos años en estas andadas y hemos preferido no enfrentar a los piquetes. En realidad no hemos tenido muchos pertrechos y cada vez es más difícil conseguirlos con los contrabandistas. La verdad es que estamos a salto de mata y si nos pescan acabaremos con la soga al cuello.

    —¿No sería mejor que nos calzaran la soga por una causa más noble?

   —No tenemos nada que perder. Te formulo una propuesta. Nosotros ya estamos más que curtidos en el campo y dominamos la zona. Tú forma ese grupo de apoyo en la ciudad y veríamos si tu idea es factible. ¿Qué necesitas para eso y cuánto tiempo?

   —La zona que mejor domino es la del otro lado del río, en Maravillas, allí tenemos gente de confianza. Pero una cosa es que la conozcamos y otra que acepten incorporarse al movimiento. No concentres la actividad de tus hombres en la Magdalena, eso te hará vulnerable. Iremos con Pedro Egúzquiza un par de semanas a la ciudad. En quince días nos reunimos nuevamente aquí y conversamos.

    —Los espero. No pierdan la cabeza antes de tiempo.

“El Decapitado” abrazó a Zaragoza y Egúzquiza y uno a uno se despidieron. Samuel les ensilló dos caballos y les preguntó si podía ir con ellos.

    —A la vuelta te vienes con nosotros —le respondió Zaragoza— esta ida sería más peligrosa contigo.

Partieron el nueve de octubre, bajo una luna amarillenta que no permitía distinguir mucho los promontorios, así ellos también estarían guarecidos. Los cuatro meses que pasaron entre los bandidos les curtieron el pellejo. Ya estaban acostumbrados a dormir a lomo de caballo, a pernoctar al aire libre, a vivir a salto de mata, a racionar el agua y la comida. Esta empresa tenía más riesgos que todo lo andado. Emboscar y escapar era, de algún modo, más sencillo que camuflarse entre las gentes y complotar contra el virrey.

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vida & obra
Gabriel Niezen Matos (Lima, 1946 )

Periodista, escritor y docente universitario. Es autor de más de 50 trabajos de investigación científica en Educación y Comunicación Social. Ha sido director del área de posgrado de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado, entre otras, las novelas Toda una vida ( 1995 ), Un siglo de ausencia ( 1996 ) y Yo quiero luz de luna ( 1998 ).

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