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Nada se pierde para siempre. Nada. Repetid con decisión (es importante): nada. La memoria guarda en su seno tesoros que ignoramos y que crecen, se expanden y brillan mejor entre el polvo y la oscuridad1. Un día, un visitante ocioso recorre con el índice polvoriento la estantería en busca de un libro determinado y he aquí que el milagro sucede una vez más. Su atención, atraída por otro volumen que descubre inesperadamente, olvida cualquier proyecto inicial, y la bibliotecaria del mostrador ve pasmada cómo se pide en préstamo un libro que no ha sido solicitado en años.

Pocas semanas antes de que yo descubriera una verdad tan simple como esta, diversas muertes y otras deserciones en el entorno de mis allegados provocaron un momento de soledad inmensa, oceánica, que, sin duda, de alguna manera agrietó al caparazón de olvido que garantizaba mi supervivencia y mi cordura. La fisura no fue grave, pero por ella empezó a escapar una emanación asfixiante de escritura. Hacía poco que uno de los desaparecidos me había dicho de una manera ladina: no escribimos mejor porque probablemente no somos mejores. En los últimos años, yo había visto cómo muchos de mis jóvenes amigos se dejaban el vigor y la obsesión (la salud, al fin y al cabo) en comprobar la veracidad de ese aserto. Ver cómo se disgregaba la vitalidad y la convicción entre los que más quiero, con toda seguridad ayudó a agrandar las dimensiones de esa grieta.

El proceso de esa quiebra, de esa revisión inesperada, se completó en París —lo recuerdo perfectamente— hace poco más de un año. Leía por entonces a Bolaño, a Juan José Saer2 y a otros seres queridos. Conservo con extrema nitidez esos días en la memoria: las horas, el color del cielo y la temperatura de las noches. Acababan de hacerme una felación estupenda, cariñosa, audaz, pícara, sofisticadísima, sugestiva; un poco actuada y, a la vez, muy sincera, entre sábanas que parecían carísimas e impolutas, rodeadas de cortinajes que dejaban transpirar la luz gentil del despertar del crepúsculo.

¿Qué más puede pedirse? Todavía la guardo, archivada en mi recuerdo, como una de las mejores de mi vida. Después de ese momento infinito, junto a un Sena que rebosaba vitalidad y hermosura, pleno de juventud nocturna, mi agradable compañera y yo —limpios, duchados, vestidos aún a medias con la ropa interior— notamos un breve momento enfermo de vergüenza y miramos a la noche suave y dulce de pie ante los visillos de la habitación de hotel. Y frente al vacío enorme que nos abandonaba, si poco comprendíamos, aún menos sabíamos qué podíamos transmitirnos. La melancolía, la ternura y el cariño no por ello dejaron de estar presentes, y las siguientes horas continuaron siendo estupendas.

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La lejanía en el tiempo, que se extendía ante nosotros y a nuestras espaldas, pertenecía al adjetivo distante, como la segunda palabra estampada en la cubierta del modesto libro azul escrito por Bolaño3 que yacía sobre el escritorio al lado de la mesita de noche de nuestra habitación de hotel. Recordé entonces que Bolaño acababa de morir. Había sido hacía poco, unas semanas atrás, en pleno verano, y yo me había enterado al abrir una mañana el periódico, estirado en el césped junto a la piscina. Supe entonces que si conseguía contagiar al tacto ese tejido mental de erotismo y muerte que nos anima como autómatas, quizá hubiera hecho algo.

Si voy a contar cómo fue, no será, pues, tanto por amor a la historia como por el placer de contarla. Ahora sé que nada se transmite de una manera óptima como no sea infectándolo por contigüidad. Es el placer de tejer —aunque sea por dinero— todo ese mundo de caricias empapadas sobre vulvas arrodilladas en la misma hora que los enfermos duermen fatigados por la noche; hora de dolores que despiertan en medio de la oscuridad, de aire suave sobre la piel y de palabras. Todo ese mundo de, al fin y al cabo, miedo, compasión, dolor, bondad, violencia y erotismo.

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Narrativa

Literatura universal
Sabino Méndez
Editorial: Anagrama
Páginas: 518
Precio: S/ 93,00

Cuando mi dama y yo bajamos del hotel ya era de noche, y los restaurantes abrían sus fauces para tragarnos con un hambre simétrica a la de nuestro ejercicio. Paseando por una acera mojada y tibia, hablamos de esas últimas lecturas que reposaban sobre la mesita de noche. Me preguntó por Bolaño y si le había conocido.

—Sí —contesté —. Le conocí tarde y poco. Ya mayores. Dos años antes de que muriera. Le acompañé charlando a coger un tren. Nos rozamos apenas. Fue una sorpresa ver que nos entendíamos muy bien a causa de una banalidad. Una afición común.

Ella hizo burla de las expresiones ceremoniosas, como siempre hacía, y tardó un poco en preguntar qué pequeñez provocó ese entendimiento. Por eso, cuando contesté, la respuesta ya había empezado a crecer dentro de mí:

     —Una bobada. La música rock.

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Y entonces, del hervor de las evocaciones se desprendió y ascendió una burbuja, un gas envenenado de escritura y cazadoras de cuero.

¡Cómo le gustaba el rock a Bolaño! La burbuja ascendió, se abrió como una flor, y el tráfico y las luces de los coches se detuvieron. Las bocinas dejaron de sonar y, de golpe, la brisa ya no soplaba. Fue como si la burbuja hubiera golpeado y partido en dos una campana enloquecedora de ruido y voces que me acompañaba siempre allí adónde iba. Como si quien arbitra la Totalidad (si es que furriel de tal responsabilidad existe) hubiera decretado un momento de intermedio total en la partida de la vida. En medio de ese silencio repentino que nos detuvo —a mí y a todo lo que me rodeaba— empezaron a fluir, como murmullos, viejos sonidos de una dulzura y una naturalidad largamente olvidadas, que acallaban las zopencas voces y las ensordecedoras e incesantes estridencias que me habían rodeado los últimos años4. Los fantasmas de esos recientes desperfectos, solo por el poder diminuto de las burbujas que ascendían, fueron desintegrados de golpe. Repentinamente, tuve la confirmación tan buscada de que, de una manera verídica, en algún momento había existido una cercanía al blanco; un instante de selva virgen incontaminada que a través de esos murmullos llegaba a mí directamente. Una prueba irrefutable de que el jardín fue en algún tiempo simétrico, y sus colores, limpios y recién estrenados. A la pequeña pompa siguió otra, y otra, y sus eclosiones en la memoria fueron cada vez mayores.

Sí. Era un cambio de clase inesperado, una escalera pequeña y retorcida que, como esa burbuja del recuerdo, ascendía y ascendía hasta las alturas del colegio de monjas que me acogió entre los cinco y los siete años. Alguien me lleva de la mano y me abandona en una amplia buhardilla, junto a seis o siete chiquillos más, al cuidado de una monja pequeña y anciana, arrugada como una pasa. Ella está sentada y yo de pie. Me acerca hasta ella suavemente y mi cadera toca su muslo. Huele a asepsia fresca y viste un luminoso delantal de minúsculas rayas blancas y azules. Tocándome, casi acariciándome, me muestra un cartón desplegable y, a partir de ese momento, se abre un paréntesis de infinito. Descubro que una consonante y una vocal repetidas forman el nombre de mi madre, descubro la maravillosa cualidad matemática de la combinatoria de sonidos y letras. Estoy totalmente absorto, absolutamente concentrado, fascinado por las inesperadas posibilidades.

1 Vladimir Nabokov, “El círculo”.
2 Juan José Saer, El río sin orillas.
3 Roberto Bolaño, Estrella distante.
4 Evelyn Waugh, Brideshead Revisited.

Sabino Méndez se licenció en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona en 2000.
Sabino Méndez se licenció en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona en 2000.

vida & obra
Sabino Méndez (Barcelona, 1961)

A finales de los años ochenta, en la cima de su fama, abandonó el grupo en el que tocaba (Loquillo y Los Trogloditas) para dedicarse a escribir. Sorprendió con su debut Corre, rocker ( 2000 ), alabado por crítica y público, al que siguieron Limusinas y estrellas ( 2003 ) y Hotel Tierra ( 2006 ). Aunque su principal ocupación es escribir, compone canciones y toca ocasionalmente.

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