[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]



Removía en tu corazón el oscuro nacimiento del lenguaje. 
Saint-John Perse

Debajo de la mesa, el perro golpeaba la tierra dando vueltas para lograr un lugar cálido donde acomodarse y recostar su cabeza. Tenía las orejas caídas, la nariz como una costra seca. De vez en cuando dejaba asomar una lengua oscura entre sus mandíbulas, de vez en cuando una hilera filuda de dientes astillados. No miraba el movimiento de las personas, pero algo observaba con avidez entre las patas de madera de la mesa. También sus ojos estaban secos, gastados, con un borde negro de legaña como una lágrima oscura, y una lámina temblorosa cubriendo la esfera hasta hacer casi desaparecer el color de sus pupilas. Dio una vuelta más bajo la mesa; esta vez el golpe de su cuerpo contra la tierra sonó triste. El perro hundió su hocico entre las patas y ahora sí miró a la pareja que se movía a su lado. Les echó una mirada larga, nostálgica, dormida.

—Creo que se va a morir —dijo ella.
—¿Quién? —preguntó él.
—Este —y señaló al perro.

Ella empezaba a sentir un poco de frío. Y, en verdad, por lo menos las ramas de los árboles se agitaban como si realmente el viento soplara con fuerza sobre aquel lugar. Incluso un pequeño remolino de polvo intentaba levantarse mientras en el horizonte, lejos de ahí, las montañas cubrían el sol del atardecer. “Frances”, la llamó él, y luego se calló. Ella se levantó y dio unos pasos cubriéndose con el saco gris del tipo y los brazos cruzados. De pronto se quedó como suspendida en el aire. Parecía esforzarse por escuchar el sonido del agua que golpeaba las rocas y el canto rodado alrededor del río. Era toda una conversación de la naturaleza; el agua de ese río respondía muy bien al viento. Mientras trataba de distraerse escuchando aquel diálogo, Frances empezó a tiritar de frío y decidió ir a arroparse junto a cualquier calor. Si algo le fascinaba del sonido del agua entre las piedras era que de inmediato despertaba en ella la necesidad de crearse la tibieza. Pero era solo su imaginación. No podía escucharse ese sonido desde donde estaba, era imposible hacer recorrer al oído tantos kilómetros hasta el río, como llevado por el viento, y llevarlo incluso hasta la ribera al borde de la montaña, kilómetros y kilómetros. Además, estaba el ruido de las hojas de los árboles que sí se agitaban junto a las ramas que parecían querer quebrarse. Y también se oía la voz de él que la llamaba. Todo eso impedía poder oír el río. “Frances”, decía él, casi como un gesto, como un detalle sin importancia. No parecía esperar que le respondieran.

—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar? —preguntó Frances.
—Ya falta poco.
—¿Poco?
—Muy poco —contestó evitándola. Sacudía un lienzo contra la tierra—. ¿Todavía tienes frío? —le preguntó.
A pesar de la agitación en las ramas, la tierra no se levantaba mucho, casi no había polvo en el aire, como si el viento corriese solo por encima de sus cabezas.
—Quisiste engañarme, ¿verdad? Qué curioso —dijo Frances—. Oye, toma esto —le alcanzó un atado que él empezó a desenredar de inmediato. Ella no parecía dispuesta a callarse pese al silencio de su acompañante.
—Así que quisiste engañarme, ¿siempre ha sido así?

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narrativa
Las fotografías de Frances Farmer

Iván Thays
Edición:
DeBolsillo
Páginas: 154
Precio: S/ 39,00

El lienzo era un trozo sucio de lona que él no sacudía para limpiarlo: lo hacía con furia, eran latigazos. La humedad había formado una mancha sobre la lona, un rostro casi. Cuando Frances le alcanzó un nuevo atado, él arrojó el lienzo hacia una esquina donde cayó cerca de la mesa. El perro se sobresaltó como despertando de un sueño. Pero el sobresalto se debió a una pesadilla, a un mal sueño, y no al golpe de la lona contra el piso. Ahora él desenredaba una madeja de cordel dejando un rastro ondulante sobre la tierra estéril del lugar. “Mira —le dijo a Frances señalando algo pequeño con la cabeza—. No puede volar”. Efectivamente, aquello no podía volar aunque aleteaba con un poco de desesperación.Pero Frances parecía no oír ya lo que él le decía. Se había alejado un poco más, su figura era ahora una línea más entre las ramas que se movían. Él encontró el objeto que estaba buscando guardado al interior del atado. Pateó las tiras que lo envolvían con desgano, luego sacudió el objeto y sonrió satisfecho. Cuando quiso volver a llamar a Frances vio que ella cogía con delicadeza a aquel pájaro que no podía volar y lo lanzaba al aire, bastante alto. El animal cayó en el suelo con un golpe seco, hundiendo su pico en la tierra con la cabeza fracturada. Estaba muerto. “No puede volar”, se dijo Frances para sí, en voz baja, y volvió junto a él.

—Creo que ahora sí está listo —dijo él. Frances, ahora sí, parecía prestarle atención—, un segundo más y habríamos podido irnos.
—Yo estaba segura de que querías engañarme —insistió ella.
—¿Por qué?
—Simplemente lo sabía, como si siempre lo hubiese sabido.
—Bueno, al menos ahora quizás no te equivocaste.
—Mira esas ramas, están furiosas —señaló Frances—. ¡Pero mira cómo se estremecen! Estoy sintiendo mucho frío y no sé qué hacer, estoy muy nerviosa. Ya ni siquiera veo el humo de la casa. ¿Tú lo ves?
—Seguramente ya se apagó el fuego en la casa; no tienes por qué preocuparte por eso, tranquila —contestó él mientras subía los últimos aparejos al auto.
—¿Y la mesa? —preguntó Frances.
—Se queda ahí nomás, no importa.
La miró caminando alrededor de la mesa, repasando el borde con un dedo. Otra vez parecía escuchar el silencio, otra vez parecía querer oír el sonido del río.
—Listo, podemos irnos ya —concluyó el hombre, acercándose a Frances.
—Tú nunca tienes frío, ¿verdad?
—No esta vez, Frances —dijo cogiéndola con cariño de un hombro—. Vámonos.

Un poco distante de ahí, aunque no tan lejos, un árbol soltó una rama que voló unos centímetros y cayó, golpeando fuertemente la tierra. Se escuchó un leve estruendo, como un sonido hueco, vacío. Tocó en su caída la hondura del mundo. Desde ahí, hacia arriba, podrían verse las estrellas alineadas en sus constelaciones. Y hacia abajo, el universo entero. Una rama seca muchas veces parece un hombre, el cadáver de un hombre muerto tirado sobre una roca. Frances esperaba ver una nube de polvo levantándose detrás de la rama, pero no la vio. Esperaba ver deshacerse una densa y brillante nube de polvo, esperaba oír el río estrechándose contra sus márgenes, estrellándose violentado por el viento. Pero no vio nada ni oyó nada. Recogió sus pocas cosas en una mochila que acomodó en su espalda con esfuerzo. Él se había adelantado hacia el auto dejándola sola en su melancolía. No miró hacia el carro ni hacia él, no le interesaba saber cuánto se había retrasado. Solo cerró los ojos un instante: el perro abría su hocico en un inmenso y aburrido bostezo. Lo único que ella pudo escuchar con los ojos cerrados fue un nuevo golpe del perro debajo de la mesa. “Qué clase de tonta soy yo”, pensó varias veces.La rama seca había rodado un poco, no en dirección a ella, sino hacia la montaña. Si seguía rodando, si ese terrible cadáver seguía rodando, llegaría al río con toda seguridad.

—¿Y qué vamos a hacer con este? —alcanzó a decirle Frances al tipo, gritando, pues este ya le había sacado mucha ventaja.
—Dispárale —gritó él sin detenerse, sin voltear.

[Foto: Alessandro Currarino]
[Foto: Alessandro Currarino]

vida & obra
Iván Thays (Lima, 1968)

Estudió Literatura y Lingüística en la Universidad Católica del Perú. Ha sido presentador del programa televisivo Vano oficio y actualmente dirige el blog Moleskine Literario. Las fotografías de Frances Farmer se publicó por primera vez en 1992. Luego, han aparecido, entre otros libros, las novelas Escena de caza (1995), El viaje interior (1999), La disciplina de la vanidad (2000) y Un lugar llamado Oreja de Perro (2009).

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