[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


​Tucson, 1899 – Tijuana, 1979. De cómo pasó su juventud y cómo llegó a convertirse en una puta iluminada, ella misma lo contaba a sus amigos con esa mezcla de orgullo y modesta aflicción que poseía su voz. Le deshicieron la vida y la virginidad los bandidos de la división del norte, y después, Josefina se dejó crecer el cabello y caminó descalza desde San Pedro hasta que se le quemaron las plantas de los pies. Llegó con el vientre hinchado y los pies ensangrentados hasta la casa de una tía solterona en Tijuana. En cuanto la vieja abrió la puerta, Josefina se desplomó. Al despertar, ya no era Divina Josefina, sino Orquídea.

     Divina Josefina Espejo Murillo nació en Tucson medio siglo después de que los gringos echaran a los mexicanos. Eso de que los echaron es un decir, porque los querían fuera pero, al principio, los Espejo se quedaron. Al abuelo lo habían linchado por mirar a una rubia. Al padre lo colgaron por mexicano. Era la tercera de cinco hermanas. Entonces no les quedó otra opción más que marcharse de ahí. La madre se fue con sus cinco hijas para San Pedro de la Cueva y empezaron de nuevo. Poco a poco lograron prosperar y hacerse de una pulcra reputación. La madre murió y las cinco hermanas se hicieron cargo de la finca. Así estaban las cosas cuando Villa pasó por ahí.

     Orquídea tenía los ojos color almendra y olía a jazmín; era de emociones violentas, carácter altivo y una obsesión religiosa próxima al fanatismo desbordado. Se miraba en el espejo y veía el rostro de la mujer más piadosa. Hubo un tiempo en que era incapaz de ver pasar un cortejo funerario sin unirse a él y lamentar sinceramente aquella muerte ajena con el desconsuelo más profundo que uno pudiera imaginar, como si se tratara de su madre. Para ella, cada muerto en un ataúd representaba su virtud asesinada y la joven alegre que una vez había sido. Pero pese a la auténtica pena que experimentaba, nunca llegó a derramar una sola lágrima. Solo lo hizo una vez. El día que nació María, Orquídea se quedó mirándola dormir para ver hasta dónde le alcanzaba el odio por aquella criatura concebida en el infierno. No le alcanzó para mucho, y al caer la noche, tomó al bebé entre sus brazos y lloró sobre su rostro tierno y sin pecado.

     Cuando Orquídea entró a trabajar a Agua Caliente, descubrió ese mundo que había permanecido velado a sus ojos de trágica heroína. La pasión, la excitación, el ruido, los caballeros, el dinero y el lujo, la champaña, los trajes y vestidos impecables, las apuestas, el dinero, la belleza y las promesas dejaron un palpitante deseo en su alma. Empezó como empleada del hotel adjunto al casino, pero pronto aprendió a imitar a la gente a la que se servía y a comportarse como ellos: estrellas de cine norteamericanas, empresarios, políticos y gente de buena posición que iba a divertirse y a beber porque en su país no podían debido a la prohibición. Era demasiado cuidadosa como para buscar un amante más o menos serio, pero como era una mujer, tenía gustos y necesidades de mujer. La pérdida de la castidad y el cabello suelto, largo y negrísimo en señal de castigo personal y vergüenza constante, le daban, no obstante, un aire de mártir y a la vez de mujer voraz. Los hombres la deseaban y ella obtuvo cuanto quiso de ellos. Cada vez que estaba con uno, no solo lo amaba, se apropiaba de su carne como la mala hierba de la tierra fértil. No los veía como hombres, sino como penitencias que Dios le mandaba para alcanzar la suprema virtud del martirio. Más allá de compadecer y amar a los pobres de espíritu, les lamía las heridas, se refocilaba en el dolor y la suciedad ajenos tanto como en los propios. Cada cosa que emprendía, para Orquídea era una misión; no hacía nada desinteresadamente, todo era en pos de su codiciada inmolación para alcanzar un objetivo supremo. O eso era lo que se repetía para vencer la repulsión que le provocaban los bultos fofos, grasientos, empapados en sudor, con ojos perdidos, bocas sucias y jadeantes; para asumir el dolor que le dejaba el sexo dilatado y trémulo toda la noche; esos sacos de carne extraños que, a pesar de todo, satisfacían su cuerpo y su culpa. Sus amantes solían atribuirle virtudes que no había mostrado, y sus enemigos, los hombres rechazados, pecados que no había cometido. Su rostro resplandecía después de considerar que había cumplido su deber, y al pasar los años, daba la impresión de que, en lugar de deteriorarse, rejuvenecía. Era una mujer madura y experimentada que resultaba mucho más atractiva y misteriosa que cualquier jovencita recién iniciada en los placeres del mundo. Pero lo que la hizo incomparable fue el talento que tenía para conversar con cualquier persona sobre los asuntos más diversos. La única regla bajo la que se regía era la de no hablar sobre temas religiosos. Su devoción la mantenía y se sometía a ella en privado.

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narrativa
Nuevo relato mexicano
Selección de Julio Ortega
Editorial: Peisa
Páginas: 200
Precio: S/ 45,00

     María era ya lo suficientemente mayor y la tía que las acogió había muerto cuando cerraron Agua Caliente. Aquellos años fueron los peores. Orquídea nunca dejó de alimentar su fervor religioso, pero el deseo que la impulsaba a buscar en la carne nuevos suplicios se fue templando hasta que su cuerpo, por fin, adquirió el aspecto de una mujer avejentada. María la internó en una casa para enfermos mentales y se fue a la capital. Pero Orquídea no estaba loca y en pocos meses la dieron de alta, quizá más por su pasado indeseable que por su estado de salud. La hija le mandaba cartas que Orquídea nunca contestaba, pero que leía hasta aprenderse de memoria. Tenía sesenta y cinco años el día que recibió la última carta de María, a quien ya nunca volvió a ver, y fue el mismo en que apareció en casa su hermana René, la única con vida de las cuatro que había dejado en San Pedro aquel remoto día en que la semilla de la deshonra le empezó a crecer en el vientre. Orquídea volvió a llamarse Josefina. La vida trascurrió relativamente tranquila para la dos. Hubo algunos hombres que iban a visitarla en memoria de otros años, porque la habían amado sinceramente y esa impresión, aunque desgastada, todavía anidaba en sus corazones. También llegaron personas que tan solo querían platicar con ella e incluso mujeres jóvenes en busca de consejo. Quienes la hacían feliz eran los que sabían conversar, nada le gustaba más que escuchar historias y recordar los años de gracia. Hasta que también dejaron de acudir.

     A los setenta y ocho años se había vuelto una vieja quejumbrosa y mezquina. Odiaba aquella ciudad que tanto había cambiado desde su llegada, llena de parias beodos, delincuentes de bajo peso y mujeres sin temor. Se despreciaba sí misma porque olía mal, como los viejos a los que conocía, y era una molestia para todos, salvo para su hermana, con quien compartía la misma tenacidad por la salvación, pero que, además, tenía el alma carcomida por el remordimiento de haberla dejado extraviarse en caminos detestables. Las uñas de Josefina medían dos centímetros y estabas negras de suciedad porque se negaba a que René las cortara. Se le había caído casi toda la dentadura y los pocos dientes que aún conservaba estaban amarillos de sarro y gruesos de restos de alimento. Todos los días le dolían las rodillas, las caderas y los pies. Su único consuelo era mirar los cortejos fúnebres, cada vez más escasos, a través de la ventana. Se imaginaba que los muertos iban a descansar al mar. Lo único que deseaba era morirse, pero su hermana no se lo permitía.

     Una noche de sueño agitado, Josefina conoció finalmente a Dios. Cuando René entró en su recámara la mañana siguiente, encontró a su hermana fría, pero con una sonrisa radiante y los ojos eufóricos de una virgen en éxtasis.

Aurora Penélope Córdoba también escribió el libro "Yo maté al emperador".
Aurora Penélope Córdoba también escribió el libro "Yo maté al emperador".

vida & obra
El crítico y académico Julio Ortega realizó una selección de 14 narradores mexicanos contemporáneos en un volumen que destaca por la brevedad y gran calidad de sus textos. Entre los seleccionados figura Aurora Penélope Córdoba, nacida en Guanajuato, en 1982. Ella se graduó en Letras Francesas en la UNAM y es autora de los libros de relatos Yo maté al emperador ( 2012 ) y Panteón familiar ( 2015 ), al que pertenece este cuento “Orquídea espejo”.


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