La “sociedad de masas” fue el producto de los múltiples cambios operados en la modernidad. Y fundamentalmente de dos: el acceso de las clases subalternas al disfrute de los bienes culturales y la producción de estos mediante procedimientos industriales.
La “sociedad de masas” fue el producto de los múltiples cambios operados en la modernidad. Y fundamentalmente de dos: el acceso de las clases subalternas al disfrute de los bienes culturales y la producción de estos mediante procedimientos industriales.
Pedro Cornejo

Como señala Umberto Eco en Apocalípticos e integrados, la primera impugnación de lo que posteriormente recibiría el nombre de “cultura de masas” fue la de Nietzsche al caracterizar al periodismo como una “enfermedad histórica”. Otra fue la de Ortega y Gasset en La rebelión de las masas ( 1930 ). En esa línea se ubica también —independientemente de sus categorías marxistas— la crítica de Theodor Adorno y Max Horkheimer, esbozada en la columna de la semana pasada. En todos estos casos, añade Eco, la intolerancia hacia “las masas” tenía una raíz aristocrática, un desprecio que se funda en la convicción de que la sociedad se divide entre una mayoría gregaria, homogénea e indiferenciada, por un lado; y, por otro, una minoría de individuos autónomos, responsables y sustraídos a la masificación. Esta élite era portadora, de manera exclusiva y excluyente, de los valores culturales, y no solo desconfiaba del igualitarismo y el ascenso democrático de las multitudes, sino que veía en el advenimiento de estos fenómenos sociales un signo inequívoco de decadencia y fin de la civilización occidental.


II

Pero ocurre que la “sociedad de masas” fue el producto de los múltiples cambios operados en la modernidad. Y fundamentalmente de dos: el acceso de las clases subalternas al disfrute de los bienes culturales y la producción de estos mediante procedimientos industriales. Primero fue el libro, un objeto en serie que debía adaptar el lenguaje empleado a las posibilidades receptivas de un público crecientemente alfabetizado. Después, el periódico, un producto en el que lo publicado no estaba determinado tan solo por lo que se quería decir, sino también por el hecho de que cada día se tenía que decir lo suficiente para atraer la atención de un conjunto de lectores potenciales y, a la vez, llenar un determinado número de páginas. Como señala Eco, “en este punto nos hallamos ya de lleno en la industria cultural”.


III

Adorno y Horkheimer se concentraron en la lógica del funcionamiento de los medios de comunicación de masas como herramientas de dominación de una clase hegemónica que difundía contenidos formulados según su propio código. No se interesaron, en cambio, por estudiar a “las masas” como receptores o usuarios de lo que emitían esos medios, ni mucho menos como sujetos capaces de discernir críticamente o de utilizar de maneras imprevistas esos mensajes. Tampoco parecieron percatarse de que —como afirmaba Eco—, en el ámbito de la sociedad de masas, todos los que pertenecen a ella pasan a ser, en una u otra medida, “consumidores de una producción intensiva de mensajes elaborados industrialmente en serie y transmitidos según los canales comerciales de un consumo regido por la ley de oferta y demanda”. Nadie escapa a esta condición, ni siquiera el artista, el intelectual o el académico que se ven a sí mismos como los llamados a erigirse por encima de la banalidad media, pero que expresan su rechazo a través de un programa de TV, una columna periodística o un blog de internet, es decir, de aquellos medios emblemáticos de lo que consideran la antítesis de la “auténtica” cultura.


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