Mesa de trabajo se realizará en la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) y abordará el tema de la tarifa del pasaje
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Por: Pedro Cornejo

En una entrevista publicada el domingo pasado en este Diario, el alcalde electo de Lima, Jorge Muñoz, reveló que le ha enviado tres cartas a Luis Castañeda para iniciar el diálogo con miras a la transferencia del gobierno municipal y que siempre ha recibido la misma respuesta: “No”. Está claro que, en este caso, el burgomaestre saliente no solo hace alarde de su bien ganada fama de “mudo”, sino que reafirma una tendencia que, desafortunadamente, se vuelve cada vez más extendida en la sociedad peruana: la renuencia al diálogo.

—Disenso y consenso—
Y es que dialogar no es simplemente hablar o conversar. Se trata, más bien, de interactuar a través de la palabra con la finalidad de llegar a un acuerdo. La “palabra”, empero, no es cualquier expresión verbal, sino que alude a lo que los antiguos griegos entendían como “logos”, es decir, como discurso racional o lógico. De ahí que “dialogar” signifique, en sentido estricto, razonar con los otros para alcanzar un consenso, el mismo que será el resultado de haber sometido a un escrutinio crítico las ideas que los diferentes interlocutores van exponiendo a lo largo del diálogo.

En tal sentido, dialogar supone estar siempre abierto a aceptar la posibilidad de estar equivocado y tener la mejor disposición para escuchar y comprender los argumentos de los otros. Esta experiencia solo es posible si quienes dialogan se tratan mutuamente como iguales. El disenso no es, por ello, incompatible con el diálogo. Es más bien su punto de partida y su permanente acicate. La homogeneización del pensamiento y de las formas de vida es, por el contrario, su mayor amenaza.

—La democracia en juego —
El diálogo es, pues, la conditio sine qua non de la democracia. Menospreciarlo, rechazarlo o negarse a ejercerlo conduce, inevitablemente, al dogmatismo y a la intolerancia. Y, lo que es aún peor, abre las puertas a la violencia como medio para dirimir los diferentes tipos de conflicto que se producen en toda sociedad. Es decir, en ausencia del diálogo como dinámica del disenso y del consenso, el hombre se encapsula y pierde el lazo fundamental que lo vincula con los otros y que hace de estos sus semejantes.

—Todos contra todos—
Se dirá que están las leyes y las instituciones públicas para evitar lo que Thomas Hobbes llamaba “la guerra de todos contra todos”, pero flaco favor se hace a los hombres acostumbrándolos a actuar movidos únicamente por la coacción y el temor al castigo. El autoritarismo de cualquier índole se alimenta y fortalece con la ausencia de diálogo. Su poder se acrecienta cuando la sumisión es internalizada por quienes están bajo su yugo. La democracia, en cambio, necesita ciudadanos pensantes y dialogantes que tengan la capacidad de cotejar sus ideas entre sí.

—Comunicación sin emoción—
¿Por qué nos cuesta tanto dialogar abiertamente? ¿Por qué es tan atractivo ocultarse en el anonimato o refugiarse en el secretismo? Finalmente, ¿está el diálogo condenado a morir por inanición en las fauces de los chats, los tuits y las redes sociales? Afirmarlo sería, probablemente, incurrir en un tremendismo apocalíptico, pero no se puede negar que la ola digital que trae de vuelta y media al mundo entero ha puesto en jaque al diálogo como vía de conocimiento, comunicación y debate. La creciente sofisticación de las tecnologías de la información va de la mano con un repliegue notorio del diálogo vivo y personal tanto en la esfera privada como en la pública. La función de la palabra va cambiando vertiginosamente. Y no faltan los que creen que tal vez sea mejor callar. Al parecer, Castañeda es uno de ellos.

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