“Game of Thrones”: Emilia Clarke dice que se inspiró en videos de Hitler para la última temporada. (Fotos: HBO)
“Game of Thrones”: Emilia Clarke dice que se inspiró en videos de Hitler para la última temporada. (Fotos: HBO)
Jerónimo Pimentel


Sergio del Molino, en un brillante artículo, ha explicado algo que a todos los seguidores de Juego de tronos nos hace sentido por lo menos desde la quinta temporada: “Concluir un relato de 73 episodios es imposible”. Se hubieran necesitado varios años más para cerrar gradualmente las decenas de subtramas que componen el tejido de la serie sin resentir su acabado.

Y eso, probablemente, si el equipo de guionistas hubiera tenido el apoyo de las novelas, que en un punto dejaron de ser la plataforma sobre la cual navegaba la adaptación de HBO. El resultado viene siendo difícil de digerir: personajes cuyos arcos narrativos se precipitan con velocidad; coincidencias intolerables para abreviar decisiones que luego se antojan gratuitas; falta de consistencia interna (el segundo dragón es abatido con tanta facilidad que el miedo que despiertan no parece justificado); muertes accidentales para finiquitar antagonistas que han prevalecido a guerras y cataclismos; verdugos improbables y víctimas suertudas (Bran the Broken).

La lista de reparos es larga y no tiene sentido resumirla ahora. La sensación de que algunos personajes encontraron un final adecuado, como los hermanos Clegane, apenas permite un alivio.

Sin embargo, el nivel de frustración que ha generado la última temporada de Juego de tronos es, irónicamente, el gran indicador de éxito de la serie. Si fuera en verdad mala, nadie la vería. Bajo la queja justificada de los fans se adivina una frustración adicional relacionada al término de un evento cultural que, quizás, sea el último de la vieja televisión: citar al espectador un día específico a una hora determinada.

No se adivina de qué manera se pueda mantener una tradición del siglo XX en una época en la que el contenido audiovisual se consume on demand y la experiencia de quien paga se personaliza. Black mirror ya anticipó lo que alguna vez prometió la serie multiaventuras: en el futuro todos veremos la misma serie, pero no la misma historia. Puede que la frase no sea correcta, pero al menos funciona como reclamo comercial.

El estatus de la televisión como arte probablemente no pase por Juego de tronos, aunque se pueda hacer un alegato por episodios como “The rains of Castamere” y “Battle of bastards”, dos joyas de la puesta en escena. Quien busque complejidad narrativa coral la encontrará en The wire, mientras que The Sopranos y Mad men son obras maestras del interiorismo psicológico. La primera temporada de True detective, en su oscura interpretación del gótico sureño, merece una mención aquí. Sin embargo, es probable que la perfección se haya alcanzado con Breaking bad, un thriller lento y afilado que logró dibujar una curva de tensión a lo largo de cinco temporadas sin que se pierda, por un instante, cuidado simbólico ni sorpresa, algo bastante difícil cuando la premisa del show es convertir a un héroe en villano. Dos episodios, “Fly” y “Ozymandias”, son los extremos de una propuesta capaz de contener tanto un homenaje a la neurosis obsesiva como una demostración brutal de vértigo dramático. Varios de los hitos artísticos de los últimos 20 años, en cualquier formato o disciplina, están mencionados en este párrafo. Verlos, en algún momento, será tan recomendable como leer a Emmanuel Carrère o escuchar a Prince.

La serie "The Sopranos" es una obra maestra del interiorismo psicológico.
La serie "The Sopranos" es una obra maestra del interiorismo psicológico.

La oferta, sin embargo, no siempre busca perfección e inmortalidad. Un gran ejemplo de libertad creativa es Rick y Morty, cuyo anuncio de nueva temporada es alivio suficiente. La animación para adultos, más aun en clave sci-fi, sigue siendo un refugio cálido para habitar.

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