[Ilustración: Jhafet Ruiz]
[Ilustración: Jhafet Ruiz]


Zambo, marca registrada

A título personal, no me ofende que me llamen zambo, pero me mortifica porque conozco que la palabra tiene origen en el escarnio. “Zambo” no era, como afirma la historia y lo reitera el Diccionario de la Real Academia, una simple nominación del mestizaje negroindio. No. Dicha palabreja constituía, en toda América hispana y anglo, la nomenclatura mercantil, the trade mark, que clasificaba a los esclavos afro con sangre indígena. Similar infamia procreó los términos “blanco” y “negro”, tan tarde como el siglo XVI, para imponer la pretendida supremacía europea.
     Por lo tanto, aun si una persona aceptara, debido al peso de la costumbre, la nominación “zambo”, el respeto a la dignidad humana debería obligarnos a evitar dicha apelación. Estoy seguro de que muchos estarán pensando: necia venteadez de quien piensa que ya salió del chiquero. Otros argumentarán que usan la palabra “zambo” para expresar afecto, jamás para perpetuar una ofensa de los tiempos de la esclavitud.
     El día que el autor de un relato, basado en una misiva mía, quiso titularlo “Carta de un zambo desde París”, yo me opuse. Recurrí al consenso para tener respaldo. Tuve que recular, pues una querida amiga me respondió: “ya, zambito, no seas chinche”. El relato quedó con el título que le puso su autor. Por no poner el pie a fondo, yo mismo permití que continuara perpetuándose la vigencia de “zambo”.

De Mero listado de palabras (Imago, 2015)​

Portada del libro "Mero listado de palabras" (2015), editado por Imago.
Portada del libro "Mero listado de palabras" (2015), editado por Imago.



Tamaño oficio

Escribo, para bien y para mal, depende, al calor del fogón. Aunque solo sea el fogón de adobe que me queda en la memoria. Mejor si se trata de un fogón de tierra refractaria, reacia a las tentaciones de la mermelada. Salvo, quizás, si te ofrecen carne de membrillo. Porque nadie ignora que en las faenas de la escritura, la mermelada siempre ronda tu esquina. Aun cuando tú no digas, como en el antañoso vals peruano: "pásame la agüilla, la agüilla, la agüilla" o, "mi pluma tiene un precio", como reclamaba Federico More. Creo, a propósito, que en ninguna casa, rica o pobre, hay lugar más acogedor que la cocina. A veces, en situaciones extremas, la cocina es todo lo que existe. Casa de un solo cuarto y un único nudo a la hora del yantar de gesta.
     Seguro, digo, la escritura resulta mucho más sensual que la placentera cópula. Entonces, allí en la cocina, sintiendo en el aire las musarañas o tal vez solo sea el vuelo de una mosca, suelto la mano, la habilidosa mano de lagartija que corre con el fluir del pensamiento. A lo mejor al revés, como creían los antiguos nascas, que el ejercicio de la mano desarrollaba áreas potenciales en el cerebro. Luego, para variar, de rato en rato me entretengo con cualquier pretexto. Una fruta; un chocolatito con licor; un sorbo aunque sea de agua de pacuato; una pichadita en el baño más cercano o en una abandonada trinchera de carrizo; un par de pasos de baile, guaracha enrevesada, mejor aún si el trío cubano Matamoros, afilado por Miguel Matamoros, se despacha: "El que siembra su maíz / que se coma su pinol, dale que dale"; una lectura al sesgo del periódico de ayer, puede ser; una mirada con lupa poderosa en los goznes de Leda y el cisne para despertar el tíbiri tábara de las bajas pasiones; un calentadito en sartén, un tacu-tacu, nunca va mal. Trago, no. Trago a solas, aunque sea cognac, un buen pisco Tunga, marrasquino de Moquegua, o un licor de almendras tipo Amaretto, un Grand Manier con sabor a mandarina, un Cointreau, un Calvados, no me despiertan el menor encanto. Para mí, trago implica yunta y conversa, en trío o en cuarteto mixto aun mejor.

De Libro de los espejos. 7 ensayos a filo de catre (Peisa, 2004)

"Libro de los espejos. 7 ensayos al filo del catre" (Peisa, 2004), de Gregorio Martínez.
"Libro de los espejos. 7 ensayos al filo del catre" (Peisa, 2004), de Gregorio Martínez.




El marisco más conchudo

De todos los mariscos que existen en el mar peruano, ninguno tiene la concha tan profunda, tan camotuda y tan bien hecha como el chanque. La ostra prácticamente no tiene concha, en el mejor sentido de la palabra, sino dos fósiles antediluvianos.
     Pero el chanque no solo es conchudo porque se maneja la valva más honda y ambiciosa, sino porque en cada lugar cambia de nombre y a veces hasta de apellido. Quien lo conoce aquí como fulano tiene que llamarlo allá como zutano.
     Chola sin calzón le llaman en Correviento, ese caserío perdido frente a Punta Caimán, más abajo de Laguna Grande. En Lima y en algunos pueblos del norte le dicen chanque. Pero en las zonas más aisladas y montaraces del sur de Ica lo nombran pat’eburro porque su concha es exactamente como un casco de sopenco, tanto que si hacemos con la concha una huella en el suelo, esta es tan parecida al rastro de un asno que el propio solípedo cuando ve esta pisada apócrifa se detiene a olerla y luego suelta un rebuzno de arrebato.
     En Nasca, Lomas y más al sur, hasta Chala y La Planchada, le llaman tolina. Es, tal vez, el nombre más bonito, y va a la par con los sugestivos topónimos que llevan las playas de la zona: Yanyarina, Las Peñuelas, Chalaviejo. [...] Debido a su carnosidad y a su contundencia, sin mayores aguadijas ni ventrechas, el chanque se ha convertido en un marisco tan buscado que ahora es casi un artículo de lujo.

De Embrujos y otros filtros de amor (Peisa, 2015)

Portada de "Embrujos y otros filtros de amor" (Peisa, 2015), de Gregorio Martínez
Portada de "Embrujos y otros filtros de amor" (Peisa, 2015), de Gregorio Martínez

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