Las conversaciones contemporáneas fluctúan, cada vez más, entre el diálogo real y el virtual.
Las conversaciones contemporáneas fluctúan, cada vez más, entre el diálogo real y el virtual.
Diana Gonzales Obando

Existe una suma de interrogantes referidas a la influencia de las nuevas tecnologías en las costumbres de las sociedades contemporáneas. Están quienes reniegan de las redes sociales y piden que se recuperen las rutinas que en siglos aprendimos a construir y ahora tambalean. Por ejemplo, algo tan cotidiano como la conversación cara a cara parece algo anacrónico, pues preferimos la mediación de las pantallas y los diálogos virtuales con alguien que puede estar a la vuelta de la esquina o al otro lado del mundo. ¿Charlar durante el almuerzo mirándonos a los ojos es cosa del pasado? ¿Estamos hablando de un crisis de la humanidad o simplemente, como sucede con la llegada de cualquier tecnología, de una transformación de las costumbres sociales? ¿Así como se especula sobre el inminente fin del papel, se puede hacer lo mismo con el acto de conversar?

—Conflictos celulares—
El reciente libro de Sherry Turkle, reconocida especialista en la interacción del ser humano con las máquinas y profesora del Instituto de Tecnología de Massachusetts, En defensa de la conversación (Ático de los Libros, 2017), analiza a través de casos específicos y desde la psicología los nuevos comportamientos ante el uso de los dispositivos electrónicos en sus vidas. Para Turkle, la conversación cara a cara ha entrado en crisis.
“Es el acto más humano y más humanizador que podemos realizar”, afirma. “Cuando estamos plenamente presentes ante otro, aprendemos a escuchar. Es así como desarrollamos la capacidad de sentir empatía, este es el modo de experimentar el gozo de ser escuchados, de ser comprendidos”.

Para ella, los nuevos vicios que interrumpen la fluidez del diálogo entre dos personas o en grupo ––como ver el celular constantemente–– producen una falta de empatía en las relaciones sociales que conducen al individualismo y la indiferencia. Turkle pone como ejemplo la alarma de los profesores de la escuela de Holbrooke, en Nueva York, por los cambios en los patrones de comportamiento de los alumnos. Por ejemplo, estos tenían dificultades para entablar amistad. Una niña había excluido a otra de un evento social de la escuela y, cuando le preguntaron si se sentía mal por lo que había hecho, dijo que no. Los profesores notaron también que los alumnos conversaban cada vez menos entre ellos: “Se sientan en el comedor y se ponen a mirar el teléfono. Cuando comparten cosas, lo que comparten es lo que hay en sus teléfonos”.

Turkle concluye: “Si es así, no está cumpliendo la función de la vieja conversación. Tal y como lo ven estos profesores, la vieja conversación enseñaba a sentir empatía. Estos estudiantes parecen comprenderse cada vez menos”. Se estaba perdiendo algo que solo ofrece el diálogo directo: ver los gestos y microgestos del otro, sus reacciones ante una buena noticia, el sonido de la voz.

Según la autora, la sola presencia de un teléfono celular sobre la mesa al momento de conversar —así este se encuentre en silencio— impide generar un clima de confianza para hablar de temas personales e importantes. Situaciones que ahora son comunes, como estar pendiente de las redes sociales, no permiten que nos relacionemos con el resto y crean un vacío en las relaciones familiares; por ejemplo, cuando los padres revisan el celular mientras sus hijos piden su atención; o, peor aún, cuando les dan un dispositivo para que dejen de “interrumpirlos”. A pesar de lo que podría pensarse, Turkle no está en contra de la tecnología, pero sí alarma a los lectores respecto a los cambios en las relaciones humanas derivados de su uso.

—Miedo a lo diferente—
¿Están de acuerdo otros especialistas con la posición de la autora estadounidense? “Hay que desterrar el determinismo tecnológico”, dice Raúl Castro, director de la carrera de Comunicación y Publicidad, en la Universidad Científica del Sur. “Los problemas de las personas no se dan porque los determina un entorno digital, sino porque el ingreso de una nueva tecnología reconfigura los patrones culturales”, comenta.

Para Castro, sí estamos viviendo una crisis de la conversación cara a cara —como afirma Turkle—; sin embargo, no es la tecnología la que la produce, sino los mismos seres humanos: “Tras el ingreso de los celulares, hay una transformación de los hábitos y mucha gente puede sentir que hay una crisis. Estamos de acuerdo en que hay una nueva realidad; se debe reconocer que una nueva normalidad es que la gente pierda intimidad en una cena, en una conversación o en un ritual social porque todos están con sus móviles. Pero ¿eso te hace menos humano?”. Incluso, según el antropólogo inglés Daniel Miller para algunas personas ya no existe distinción entre lo virtual y lo real; es decir, las situaciones que suceden online y offline se perciben con la misma intensidad. Castro enfatiza que, cuando apareció la imprenta y siglos después el televisor, el temor a lo nuevo estuvo presente y con él los cambios en las costumbres. Por ejemplo, el diseño de las casas comenzó a considerar un espacio específico para el televisor, y se vio así afectado el espacio privado. Lo mismo ocurrió con las lavadoras o computadoras. “Estos cambios no nos deshumanizaron —reflexiona el antropólogo—, como tampoco lo han hecho objetos como un celular o la tablet. Es más, algunos estudios afirman que el amor se ha vigorizado, por ejemplo, en las relaciones a distancia, que ahora son posibles gracias a la tecnología y las redes sociales”.

¿Son las nuevas tecnologías dañinas o somos nosotros los que les damos el sentido que queremos? Por ahora los científicos sociales no están de acuerdo. Pero no cabe duda de que el contacto visual y físico en una conversación cara a cara no puede ser igualado ni con mil emoticones.

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